Yo, que
ya no soy tan joven, recuerdo muy bien ese cacharro. Es más, allá por la década
del 70 del siglo pasado, le llevaba a mi padre la comida en una fiambrera,
cuando trabajaba cerca de nuestra casa. En aquellos años la vida era dura y en
la construcción, como en todos los trabajos, se echaban muchas horas, se
cobraba poco y el salario no daba para ir a comer al bar. La fiambrera de mi
padre tenía dos compartimentos: en el inferior mi madre ponía los garbanzos, fabes, patatas guisadas o lo que se
terciase; en el superior disponía el compango o la carne.
Las jornadas
eran largas, no bajaban de las nueve o diez horas y muchas veces las
sobrepasaban. Los sábados si había que trabajar se trabajaba y los domingos por
la mañana también. Eso sí, la tarde dominical era de descanso. La Iglesia
comprendía a estos esforzados trabajadores y les disculpaban su ausencia
matinal de los oficios religiosos.
Esto me
hace recordar como empresarios de la construcción no daban de alta a los productores y como el primer día les
hacían firmar una hoja en blanco. ¡Vaya si lo recuerdo! No olvido como algunos
de esos constructores tardaban semanas o meses en pagarles y como despedían de un día
para otro. ¡Y que no se les ocurriese ir a los juzgados!
Aún me
acuerdo de las sudadas con las que llegaba mi padre a casa –de correr delante
de los grises- en la huelga de la construcción en Asturias, allá por 1977, si
no me falla la memoria, exigiendo un salario y condiciones laborales dignas. La
huelga fue penosa para muchas familias y tuvieron que hacer cajas de
resistencia. Y resistieron. Y ganaron. No todo lo que se merecían, pero
mejoraron.
Allá, en la lejanía de la memoria, mantengo
aquello del igualatorio médico. Me veo cogido de la mano de mi madre para ir a
casa del practicante a ponerme una inyección que había que pagar en el acto.
Aún me duele acordarme de familiares que en los
60 y 70 del siglo pasado murieron en sus casas con terribles dolores por falta
de una sanidad eficiente y para todos.
Evoco mis viajes en tren, con asientos de
madera, en los que ir hasta León era toda una odisea y no lo hago ni con
nostalgia ni con romanticismo. También rememoro como un policía secreta gritó a
mi padre en ese tren por no llevar el carné de identidad cuando se dirigía a
enterrar a su padre, mi abuelo.
Son tantos los recuerdos de aquella España
triste, oscura y desigual, que con el tiempo no se han dulcificado. Esa España
me la ha recordado un tupperware o una fiambrera, que más da.
Rajoy y compañía nos están retrotrayendo a esos
terribles tiempos y a mi se me pone la carne de gallina.
Volvemos a la fiambrera por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
A mí también, Santi.
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