En la escuela de Vetusta (Oviedo)
Con
el paso de los años, me he acordado muchas veces de mis maestros. Los recuerdo,
en general, con enorme gratitud y respeto.
Retrocediendo
en el tiempo, me viene a la cabeza la primera vez que mi madre me llevó a una
escuela. Tendría tres o cuatro años. Era de pago. La cantidad no debía ser muy
elevada y era una “escuela particular”.
La
“escuela” estaba situada en el “Mercadín” en la parte más alta. Una mañana mi
madre me dejó en aquella escuela. Evoco una inmensa llorera. No sé como
lo hice, pero me escapé. Corrí hacia casa por los atajos y cuando mi madre
estaba abriendo una puerta, yo estaba picando por la de atrás. Vivíamos de
alquiler en una casa de planta baja.
No
me volvieron a llevar.
Algo
más tarde lo intentaron de nuevo en otra “escuela”. No era otra cosa que una
habitación en una casa particular. Esta se encontraba en la Avda. Torrelavega,
también en Oviedo.
Allí
la cosa fue un poco mejor.
La
“maestra” era…una mala bestia. Nos pegaba, pero sobre todo a su hijo, que
asistía a las “clases”. Aquel pobre desgraciado debió odiar a la hacedora de
sus días toda la vida. ¡Menudas hostias le solmenó!
Eso
sí, de aquella, alrededor de los cinco años, me aprendí muchos de los ríos de
España, cordilleras y no sé qué más. Se me olvidaron, claro. También aprendimos
aquello de las “buenas maneras”. Sentados en una mesa, la buena señora traía de
la cocina, plato, cubiertos, vaso y servilleta y nos “enseñaba” a comportarnos
en la mesa.
Las
negligencias se pagaban en hostias.
Mis
evocaciones de esa etapa son borrosas.
No
se me olvida, eso sí, que estando en la escuela de la Tenderina Alta, creo que pertenecía
a esa zona de Oviedo – la llamábamos la escuela de Vetusta - y tendría unos seis o siete años, un niño,
pequeño y menudo – así lo recuerdo – silbó en el aula. El maestro exigió que el
responsable de tal “barbaridad” confesase. No lo hizo. Nos puso en fila y uno tras otro nos fue
abofeteando. Las tortas fueron tan monumentales que no hubo que esperar a una
segunda vuelta. El pobre niño confesó. Lo que pasó después el tiempo lo ha
borrado, aunque no es difícil imaginarlo.
La
vida, o mejor dicho, la carestía de la vida nos obligó a trasladarnos a Gijón.
Allí
mi barrio fue El Llano, para más señas el de El Medio. Nuestra casa colindaba
con el campo de fútbol de Los Fresnos. Anda, que no habré visto yo veces
entrenar al Sporting. Quini, Castro, Lavandera, Churruca, Cundi, Ciriaco,
Maceda…
Pertenezco
a esa generación que “estrenó” la EGB (Educación General Básica) y el BUP
(Bachillerato Unificado Polivalente).
Me
correspondía ir a “La Escuelona” - es de sobra conocido que en Gijón todo es
grande - pero no había plaza. El sitio más cercano, Contrueces.
En
ese barrio periférico en aquel entonces, había una escuela prefabricada: Las
Palmeras. Se trataba de unos barracones corridos con una enorme explanada
delante, donde hoy hay un parque. Esa fue mi escuela.
Al
siguiente año me ofrecieron cambiar para “La Escuelona” y no quise ni a bien ni
a mal. Una de las mejores elecciones de mi vida.
Los
maestros que allí tuve han sido inolvidables. Sus nombres han quedado
postergados, sus enseñanzas no.
Hay
uno del que guardo el mayor de los cariños. Don Chus, don Jesús, gallego, nos
“daba” ciencias sociales. Creo que él condicionó mi futuro.
Sé
que en una ocasión representamos una obra de teatro. En la cual hice de juez,
con un pequeño papelito. Obra costumbrista. Me atreví, osado de mí, a hacer un
dúo para cantar. Tal fue la vergüenza y el desastre que jamás lo repetí.
En
música aprendimos a tocar la flauta, a leer una partitura y una vez nos
enseñaron una canción que más tarde supe que era Bella ciao, canción de los partisanos italianos.
Picasso
murió el 8 de abril de 1973, yo tenía doce años, nuestro maestro de lengua y
literatura nos dijo que ese día lo dedicaríamos a hablar de Picasso. Ninguno
sabíamos quién era. Nos habló de aquel pintor malagueño que vivía en Francia y
que entre otras cosas había pintado un cuadro muy famoso e importante: el
Guernica.
Mientras
esas cosas nos enseñaban a nosotros, en otras escuelas, sobre todo en las zonas
rurales, seguían cantando el Cara al Sol.
Aquella
“escuela prefabricada” desapareció con los años, pero tuvo unos magníficos
profesores. Allí estaban, la mayoría, maestros represaliados por su ideología:
comunistas y socialistas. ¡Qué suerte tuvimos!
Con
catorce años, me tocó el BUP. Me fui
al Instituto Jovellanos.
Los
hados se conjugaron a mi favor, a nuestro favor.
La
mayoría de los profesores sobresalientes. Ya en aquellos años me parecían
buenos maestros, con el tiempo me
reafirmo.
Me
acuerdo de sus caras, pero no de todos sus nombres, lo lamento.
Allí
estaba Francisco Vizoso, catedrático de latín. Se decía que una de las personas
que más sabia de ese idioma. Fumador empedernido, de aquella fumaban en las
aulas, era un excelente profesor, aunque en ocasiones llegase con algunas malas
pulgas. Además era un excelente crítico musical y dicen, quienes le escucharon,
que buen pianista.
Morillón
o Moriyón - no recuerdo – catedrático de griego. Impresionante. Un hombre del
Renacimiento. Creo que hablaba cinco o seis idiomas. Sabía de matemáticas,
física, química... Deslumbrante. Y para más inri, excelente persona. Era la
bondad personificada en el aula.
Recuerdo
que en ocasiones venía con unas ojeras terribles, le preguntábamos que le había
pasado y él, con toda la naturalidad del mundo, respondía que se había puesto a
estudiar un poco y qué cuando se dio cuenta era la hora de ir para el
instituto. Genial.
Peor
le fue en otra ocasión. Había ido al polideportivo del instituto de El Coto a
jugar un partido y cuando llegó a su casa echó en falta algo: se había olvidado
a su hijo.
Era
así de despistado, pero grandísimo profesor y enorme persona.
En
aquel plantel se encontraba Sara Suárez Solís, profesora de lengua y
literatura. Lo que sé de lengua a ella se lo debo. Hubo otro aspecto en el que
me influyó de forma notable: mi feminismo.
Sara
Suárez me hizo ver que las relaciones entre hombres y mujeres tenían que
basarse en la igualdad. Sin estridencias, era una feminista convencida.
Y
como voy a olvidarme de José Luis García, profesor de gimnasia y entrenador de voleibol.
Él nos introdujo en ese deporte, nos enseñó, nos mimó y nos exigió buenos
resultados académicos. Nunca dejó de preocuparse por nuestros estudios. Sin él,
probablemente, mi vida hubiese sido otra muy distinta.
Gracias
al esfuerzo y el cariño de García algunos no nos “perdimos” por el camino.
Son
tantos los buenos momentos que lamento no poder citar a todos y cada uno de
esos excelentes maestros y profesores que tuve.
Eran
educadores de la escuela pública, no envidio a nadie que fuese a ningún colegio
privado. Esa educación pública que permitió qué los hijos de los trabajadores
pudiésemos acceder a algo impensable para nuestros padres: la universidad.
A
todos ellos, aunque jamás lo lleguen a saber, les quiero decir que guardo un
recuerdo imborrable de ellos. Si la cosa no salió mejor conmigo, la culpa fue
mía, no suya.
Gracias
maestros.
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Moriyón también fue mi profesor de griego, en 1987-88. Éramos tres en su clase, convertida en un auténtico performance. El hombre más culto y humilde que he conocido en toda mi vida. Inolvidable y querido por todos, junto con Carlos, profesor de Latín, María Elvira, de Literatura y otro profesor de Filosofía cuyo nombre no recuerdo que era otra enciclopedia viviente.
ResponderEliminarEsos profesores del Instituto Jovellanos transformaron mi vida y le dieron un sentido a aquellos difíciles años de la adolescencia