No me siento viejo y, sin
embargo, los recuerdos cada día están más presentes. Ya nadie asume los 70 años
como signo de vejez. Eso me consuela.
Me topé con una fotografía que
hacía años que no veía. En ella estamos mi madre, mi padre y yo. Es una comida
en un prao.
El mantel de cuadros – podrían
ser rojos y blancos - con un ribete. La
fiambrera de dos compartimentos: el de abajo más amplio para dar cabida a
guisos o carnes; el de arriba incorporaba tres platos – creo recordar - y el superior servía para llevar la tortilla
de patata. La tapa se utilizaba también como plato. Era de aluminio, muy ligera.
Su compra era un orgullo y conllevaba todo tipo de alabanzas sobre sus
virtudes.
La escena se completa con unos
vasos - de plástico casi seguro – y dos botellas de sidra. El niño - ósea yo -
no bebía, mis padres apenas.
Mi madre sentada, con la falda
bien estirada, y comiendo con tenedor. Mi padre recostado, apoyado sobre un
codo y dando cuenta de la tajada con las manos. Yo, sentado, con la zanca en
ristre, como no podía ser de otra forma. Lo llamativo de la escena, tan
corriente por otro lado, es que estamos comiendo pollo y eso era ¡todo un lujo!
Estábamos en una fiesta – la
sitúo en Abuli (Oviedo) -.
Al fondo de la fotografía se ven
los pies de otras personas. Una mano acaricia a un niño. Se aprecian otros
comensales y uno, tal vez una persona mayor, dispone de una silla. Los papeles
por el suelo nos indican que nunca fuimos muy limpios en los espacios públicos.
La miro, la remiro y sonrío. ¿Qué
demonios pasaría para estar comiendo pollo?
La foto es de mediados de la
década del 60 - ¡del pasado siglo! -. Años duros - no para mí, desde luego -.
Mi padre, como todos los padres
en esos años, trabajaban a destajo. Se deslomaban doce, catorce horas diarias,
incluidos los sábados y muchas mañanas de los domingos. Eran los años del
inicio del desarrollismo salvaje. El Opus Dei se había hecho con las riendas
del país y el dictador estaba encantado con sus cacerías, su pesca e
inauguraciones.
Las mujeres se dedicaban a las
labores del hogar, mi madre entre ellas, desde luego.
Jornadas laborales inacabables,
salarios de miseria, penuria, una iglesia católica asfixiante, una dictadura
cruel y represora como pocas, una oligarquía terrateniente todo poderosa, unos
nuevos ricos avariciosos y despiadados.
Esos son mis recuerdos de
aquellos tiempos que no olvido.
Nuestra sociedad, con poca
memoria, basada en el individualismo ha olvidado esos recuerdos colectivos. Vistas
fotografías como esta, con la perspectiva del tiempo, pueden inducirnos a
contemplarlas con nostalgia e incluso con benevolencia. Craso error. La amnesia
histórica – provocada de forma intencionada – conduce al sometimiento
ciudadano.
Aquellos malditos años me vienen
a la cabeza cada día al asomarme a los medios de comunicación: explotación de
los trabajadores, pocos derechos laborales y sociales, estrecheces, personas
que pierden todas sus posesiones, niños con hambre, emigración, sanidad y
educación cada vez más caras.
Tras esa fotografía hay dos
personas, mis padres, que como otros cientos de miles, abandonaron su lugar de
nacimiento obligados por el hambre. Hemos retrocedido más de cuarenta años. ¡Qué
infinita tristeza!
Tiempos que no se olvidan by Santiago Pérez Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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