Al fondo el río. El Duero
desemboca un poco más allá. Oporto aún se debate entre la decadencia y la
modernidad. Se ve.
Una corta visita, tres días, y sin más preámbulos primer descenso a la
Ribeira. El viento atempera la fuerza del sol. Desde la Avenida Aliados la
estación de trenes de San Bento es parada obligada antes de continuar.
La estación fue inaugurada en
1916. Se levantó sobre el antiguo convento de São Bento del Ave María y de ahí
su nombre. El diseño, estilo francés, fue cosa del arquitecto José Porto, Marqués
da Silva.
El edificio llama la atención en
el exterior pero es su vestíbulo el que impresiona. Entras y el azul te llena
los ojos. Escenas campesinas, episodios históricos (relacionados con la fundación
e historia de la ciudad) recubren sus paredes. Veinte mil azulejos forman las
diversas escenas. Azul y blanco preciosos. Se elaboraron entre 1905 y 1916 y
dicen que están numerados. Son obra del pintor Jorge Colaço.
Profusión de detalles. Hay que asomarse
a los andenes. El conjunto resulta atractivo. Saudade.
Al salir, un poco más arriba se
ve la catedral. Tendrá que esperar.
Los turistas nos guían. Seguro
que van al río.
Calle peatonal. Algunos bares,
restaurantes, una pastelería. Muchos visitantes y pocos lugares donde “sacarnos”
los euros. La mayoría de los edificios parecen abandonados. La noche nos los
confirmará, apenas luces. Abandono, casi ruina.
Seguimos descendiendo.
A la derecha dejamos el Palacio
de la Bolsa. Grande, monumental – no podría ser de otra manera -. Tendrá que
esperar a la tarde. Es hora de comer.
Continuamos con el freno metido y
acometemos la última bajada. Nos damos de bruces con el río.
Gente, gente, turistas, turistas.
Españoles por todos los lados. Se nos oye. Ingleses un montón. Se les ve.
Franceses también los hay.
Un poco más allá se ven las
sombrillas de los bares. El aire las cimbrea con ganas. No protegen de la
corriente y el sol no molesta.
Casas multicolores miran al
Duero. No faltan las parabólicas, ni las camisas, calzoncillos, bragas y
sostenes en los tendales. En frente, en la otra ribera, las bodegas de Oporto.
El puente Don Luis I parte el río.
Hierro. Conclusión es de Eiffel. Pues no, pero casi. El proyecto fue de un
ingeniero alemán, Théophile Seyrig, socio de Gustave Eiffel.
Tiene dos pisos. Por el de arriba
pasa el metro, por la inferior coches y personas.
Miles de fotografías diarias. No
hay guiri que no se las hagamos.
Allí mismo se coge el funicular
que comunica la Ribeira y el barrio Batalha.
El hambre aprieta. Nos sentamos
mirando al Duero. Cada silla tiene una manta. Lo del frío debe ser cosa
habitual. Al poco rato las agradecemos. Un montón de camareros. La etapa
colonial portuguesa se nota. Bacalao – lo comeremos más veces - y francesinha. Que no engañe a nadie con
ese nombre. Se trata de un sándwich con tres rebanadas de pan con jamón, queso,
salchicha fresca, filete de ternera y coronando un huevo. Las patatas fritas no
faltaron. ¡Qué tristeza de patatas! Todo bañado en abundante salsa que llevaba
tomate. Así me lo sirvieron. Quita el hambre.
El bacalao, a la brasa, llegó tapado por una cubierta de pimientos rojos, verdes y cebolla. El conjunto estaba rodeado por patatas panaderas. Sin pena ni gloria.
El bacalao, a la brasa, llegó tapado por una cubierta de pimientos rojos, verdes y cebolla. El conjunto estaba rodeado por patatas panaderas. Sin pena ni gloria.
Los camareros deambulan de un
lado a otro. El servicio es rápido. Todo está preparado de antemano. Lugar
perfecto para llenar la barriga al turista y esperar al siguiente.
No hay sobremesa. Dan ganas de
echarse otra mantita.
Toca patear. Destino Palacio de
la Bolsa. Hay que subir.
El edificio es la sede de la
Asociación Comercial de Oporto. Su construcción se inició en 1842 y se inauguró
en 1891. Es un edificio neoclásico del arquitecto Joaquim da Costa Lima.
Las visitas son guiadas. Tenemos
dos horas por el medio.
A la vuelta del Palacio se
encuentra la iglesia de San Francisco. Al exterior no es muy agraciada. Su origen
se remonta al siglo XIV, la estructura responde al gótico. En el frontón
sobresalen el rosetón y el pórtico, barrocos.
El interior es una barbaridad. Un
descontrol de recargamiento. El rococó en su máxima expresión. Pilares, techo, altares,
están decorados con tallas doradas. Te deja sin aliento.
Se dice que emplearon más de
trescientos kilos de polvo de oro para lograr el dorado. Sea cierto o no, la
iglesia estuvo cerrada al culto tiempo atrás para esconder su ostentación.
Entre toda esa maraña dorada y
retorcida sobresale el Árbol de Jessé. Este nombre, Árbol de Jesé para los
españoles, se refiere al árbol genealógico de Cristo, a partir de Jesé, padre
del rey David.
El árbol, de madera policromada,
está formado por doce imágenes de los reyes de Judá que se apoyan, de pie, en
las ramificaciones de un tronco que crece del cuerpo, tendido en el suelo, de
Jesé. En lo alto se encuentran la Virgen y el Niño, precedidos por san José.
La obra fue realizada por Filipe
da Silva y António Gomes en 1718. Eso sí, previo contrato.
Deslumbrante, nunca mejor dicho.
Frente a esta iglesia se
encuentra la Casa do Despacho. Por cierto, es aquí donde hay que pasar por caja
para poder visitar la iglesia y esta casa de la Venerável Ordem Terceira de San
Francisco. Cuatro euros por cabeza.
Pues en esta Casa hay unas
catacumbas. En ellas fueron enterrados todos los hermanos de la orden desde
1749 hasta 1866. Hay sepulturas, a las que se accede bajando unas escaleras. Me
acerqué y me dí la vuelta. El morbo no me motiva. Dicen que además hay un
osario con miles de huesos que se pueden ver a través de un cristal situado en
el suelo. Pues lo habrá, pero no fue mi intención perturbar su descanso.
Entre uno y otro llegó el momento
de dejar las cosas de los dioses y recalar en algo más humano: el dinero y el
poder. Vamos, que nos fuimos para el Palacio de la Bolsa.
Según se entra, solo se puede ver
desde el exterior, una preciosa biblioteca que cuenta con más de diez mil
volúmenes. Me quedaron ganas de recorrerla. Luego un patio central cubierto por
una estructura de vidrio.
De ahí a las salas y despachos. Grandes, ostentosos, bonitos. Madera, imitación de madera, suelos, techos, lámparas, todo para mayor gloria de don dinero. La sala árabe, inspirada en la Alhambra, es una chulería.
De ahí a las salas y despachos. Grandes, ostentosos, bonitos. Madera, imitación de madera, suelos, techos, lámparas, todo para mayor gloria de don dinero. La sala árabe, inspirada en la Alhambra, es una chulería.
La tarde avanza y hay que
callejear un poco más hasta la hora de la cena. Arriba, abajo. Más abajo, más
arriba. Fortalecemos piernas.
Al atardecer policías, más
policías. Zona guiri. Me da a mí que los sacan a pasear para que los veamos. Es
una ciudad segura. Creo que sí. No eran cuatro. Armados hasta los dientes.
Incluyo metralletas. Joder dan miedo. Aspecto intimidatorio. Muy salazaristas.
Había que ver la Ribeira de
noche. El viento sigue. El puente Don Luis I muy guapo y fotogénico con luces.
Sopla. Hace frío. Buscamos donde cenar. Nos fiamos de informaciones sacadas de Internet y el restaurante está lleno. Afuera hay mesas protegidas, un poco, por los soportales. Tienen calefactores. Tenemos suerte y conseguimos una mesa pegada a uno de ellos. Cenamos con abrigo. Pulpo a la brasa. No estaba mal aunque pierde el sabor a pulpo y se convierte en algo indefinido.
Sopla. Hace frío. Buscamos donde cenar. Nos fiamos de informaciones sacadas de Internet y el restaurante está lleno. Afuera hay mesas protegidas, un poco, por los soportales. Tienen calefactores. Tenemos suerte y conseguimos una mesa pegada a uno de ellos. Cenamos con abrigo. Pulpo a la brasa. No estaba mal aunque pierde el sabor a pulpo y se convierte en algo indefinido.
Tras la cena, y con toda la
tranquilidad, ascendemos hasta la Praça da Liberdade. Merecido descanso.
Hay que aprovechar el día así que
amanece pronto. El viento arrecia. Como complemento, y para disfrute de todo
guiri que se precie, llueve. No, no llueve, caen unos chaparrones que nos hacen
saltar de alegría. Viento, agua y frío. Día perfecto. El ánimo no decae.
Dirección Mercado do Bolhao.
Lunes, cerrado. Media vuelta. Hacia Torre de los Clérigos y sobre todo camino
de la librería Lello e Irmao. Deambulando nos topamos con la Universidad de
Porto, la Torre de los Clérigos, la librería Lello y con la Iglesia do Carmo y
la de los Carmelitas. Oigan, que son dos iglesias distintas y pegadas una a la
otra. Volvemos a estilo rococó.
Seguro que desde la Torre de los
Clérigos hay una magnífica vista, pero entre que el tiempo no acompañaba y que
mi body no está para subir un montón
de escaleras, pues no.
El agua siempre es beneficiosa:
limpió las calles.
Cola, no, colas para entrar a la
librería Lello. Primera para sacar el tique, segunda para entrar. Sí, hay que
pagar. Es una librería, vende libros y tiene miles de visitas diarias – así lo
dice el folleto que entregan -. Tres euros, que descuentan sí te compras un
libro. Algo más de media hora de espera. Es muy guapa, la pena es que esté tan
abarrotada.
El edificio fue construido por el
ingeniero Francisco Xavier Esteves y se inauguró en 1906.
Que nadie se engañe, en esta
librería no se rodó ninguna escena de la saga de Harry Potter. Dicen, comentan,
que J.K. Rowling, que vivió en Oporto, se inspiró en ella para idear las
escaleras de Hogwarts. Todo lo demás pertenece al sorprendente imaginario
popular.
Es igual, es guapa. Merece la
visita.
La lluvia se empeña en
acompañarnos en el recorrido. Buen momento para subir al tranvía. Tomamos uno
que nos acerca hasta el río. Luego más pateo. ¡Que llueva, que llueva! Volvemos
a recalar en la zona guiri. Ya no llueve, diluvia. La mojadura es morrocotuda.
Parada obligada. Bebida reconstituyente y una nata. ¡Ayyy, que buenas están!
Parada obligada. Bebida reconstituyente y una nata. ¡Ayyy, que buenas están!
La nata es un pastel, no se les
ocurra decir que están a dieta para no probarlo. Crema de yema de huevo, nata y
azúcar sobre una base de hojaldre. Como el invento este se hace en el horno la
superficie está dorada, incluso algo más que dorada. Muy, muy, muy rico. Salivo
al pensarlo.
La cosa ya no da más de sí, y lo
digo por la ropa. Al hotel a cambiarse. Se agradece. No hay tregua. El ascenso
es más lento. No hay forma de sortear las riadas. Calle limpias.
Hora de la comida.
Nos quedamos en la Avenida dos
Aliados. Restaurante amplio. Muy portugués. Estilo decadente. Agradable. Las
mesas bien puestas y los camareros con chaquetilla. Gran número de mesas y
bastantes comensales. Muchos de casa, buena señal. No faltó el bacalao - estaba
bueno - ni las tripas. Tenía que probarlas. No soy tiquismiquis. Al final unes
fabes – no como las nuestras, claro – con casquería. Estaba bueno. Después de
las caminatas y el frío, un magnífico reconstituyente.
Descanso y listos.
Toca catedral y alrededores.
Subir, bajar.
Desde lejos la catedral asemeja a
una fortaleza. Vamos, lo de siempre, monjes-soldado.
Nada que ver con el barroquismo
de las otras iglesias. Su interior es sobrio. Buenas vistas desde el exterior.
En el centro de la plaza de la
catedral hay una columna. Tenía una finalidad muy práctica y “educativa”: en
ella se colgaban a los criminales. ¿Por qué esa tendencia a mezclar la justicia
humana con la divina?
Por cierto, la lluvia no paró.
Tras las obligadas fotos, descenso. Hay que patear las calles. Despacio, sin
prisa. Calles estrechas. Sin miedo, nadie se pierde. Al final, de bruces con el
río.
El tono muscular mejora.
Amaina.
Cafetería de un hotel. Café.
Detalle de la casa: una nata. Muy rica. No era pequeña. Dos euritos.
Salimos cerca del puente Don Luis
I. Lo atravesamos. Es chulo. Al otro lado nos espera Vila Nova de Gaia. Ya no
estamos en Porto. Bodegas, restaurantes, teleférico y “rabelos”. Los “rabelos”
son pequeños barcos de madera utilizados para transportar los toneles de vino.
Deja de llover. Porto, desde
aquí, tiene un bonito skyline. Menuda
tontería. Para los que son torpes como yo con el inglés, eso de skyline significa silueta de una ciudad.
El cansancio hace mella. Miramos
hacia arriba. Ufff. No apetece subir. Vuelve a llover. Taxi. Hasta la Avenida
dos Aliados tres ochenta euros. Más que razonable.
Un poco de reposo. Cambio de
ropa. A cenar. Nos quedamos cerca. Un pequeño restaurante. Sencillo, agradable.
La cónyuge decide tomar cordero. Buena pinta. Sabe rico. Yo monotemático:
bacalao. Especialidad de la casa. Me ofrecen patatas asadas o fritas. Fritas.
Madre mía del amor hermoso. ¡Qué platao!
Patatas recién fritas. Ricas. Muchas. Cantidad. Despejo un poco y…un lomo de
bacalao bestial de grande. Lo miro y me temo que esté seco. Craso error. Un
poco tieso por fuera y luego salen unas lajas blancas, hermosas, sabrosas. Rico,
rico. Como y no parece acabarse. Recibo algo de ayuda. Al final me vence. No
puedo terminarlo. Una lástima. El precio bien.
No lo he mencionado, coronando
dos Aliados está la Cámara Municipal do Porto, el ayuntamiento. ¡Menudo pedazo
edificio! Es de principios del siglo XX y tiene una torre de setenta metros de
altura que incluye un reloj de carillón.
Desde él se tiene una buena
panorámica de toda la avenida. Grandes edificios. Algunos de ellos bancos, para
más señas españoles. No les hago publicidad.
Hay que bajar el bacalao. Paseo
hasta la rua Santa Catarina. Está cerca de Aliados. Es la calle más comercial.
Allí se encuentra el Majestic. Magnífico café inaugurado en 1921.
La lluvia no cesó. Hay cola para
entrar. Bastante. No esperamos. Volveremos.
Otra subidita y estamos frente al
Teatro Nacional São João de Porto. Cerquita se encuentra la Igreja de Nossa
Senhora do Terço. No le faltan los azulejos.
En sus alrededores se ven grupos
de hombres a los que la fortuna no sonrió.
Ya estuvo bien. A descansar.
Antes de que suene la alarma ya
estamos dispuestos. Mirada al exterior. Sigue lloviendo.
Desayuno. El hotel está muy céntrico.
Antiguo edificio. Decadente. Adecuado sin más. Está a tiro de todo.
No nos olvidamos el paraguas.
Mercado de Bolhão.
El edificio es de 1914, obra del
arquitecto Correia da Silva. Obra considerada de vanguardia ya que utilizó el
hormigón armado junto a estructuras metálicas, cantería de granito y cubiertas
de madera. Era precioso. Está hecho unos zorros. Una ruina.
A la entrada un hombre toca un
instrumento. Mejor dicho, da vueltas a la manivela de un instrumento mecánico.
No sé que es. Rebusco en san Google y
se parece a un órgano de cilindro o rodillo Gem. ¿Será? El hombre tiene en su
hombre un loro o papagayo. No me paro. A su lado un niño o niña. Lleva gorro
calado. No me paro.
El mercado tiene dos pisos.
Podría ser hermoso.
Las vendedoras, casi todas eran
mujeres, son mayores. La mayoría parecen sobrepasar los 65 años con creces. ¿Amor
al trabajo o pensiones muy jodidas?
Al salir nos topamos con la
tentación. Una pastelería-panadería-cafetería. Olía muy bien. Todo tenía una
pinta magnífica. ¡Qué natas! No nos resistimos. Compramos natas y pan. Perdonen
pero vuelvo a salivar.
Es buena hora. Al Majestic. No
hay cola. Entrada directa. No ha dejado de llover. Madera. Espejos. Sillas, bancos
de madera y cuero trabajado. Mesas de mármol y metal. Al fondo un piano. Otra
visita obligada. Dos cafés ocho euros. Los pagué con gusto.
El tiempo no dio para más. Nos
comportamos como guiris, lo que éramos. Visitamos un poco de la ciudad. No
pretendo conocerla, ni esa era la intención. Resultó agradable.
Callejear, viejas tiendas, viejos
bares, viejas barberías. Nuevas tiendas, nuevos bares, nuevas peluquerías.
Oporto bien vale una visita.
Porto entre la decadencia y la modernidad by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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