Publicado en La Nueva España el 22 de octubre de 2022
Oigo mis pasos. Silencio. Sillas
vacías. Mesas impolutas. Libros ordenados en sus estanterías. Nadie. Vacía. En
estos momentos es un cementerio de papel. ¡Qué tristeza!
Un libro no leído es un escritor
muerto. Una biblioteca sin lectores no es nada. Al entrar se me pone piel de
gallina. Recuerdos y emociones me asaltan, es un poco de nostalgia. He vivido
en ellas, vivo en los libros.
El descubrimiento de las
bibliotecas fue para mí algo parecido a lo de Aureliano Buendía y el hielo. No
exagero. Fue un auténtico flechazo que llega hasta hoy, muchos años después.
Las conocí - a las bibliotecas,
claro - cuando eran algo oscuro, con olor y color rancio. Las de los pueblos y
las más pequeñas estaban guardadas por mujeres, la mayoría de las veces, que se
habían ido apergaminando con el mobiliario y los añejos volúmenes de las
estanterías. Las grandes, las importantes, ya tenían un personal cualificado,
pero eran las menos. Mi listado las reduce a las de Gijón y Oviedo.
Llegaron los años de la luz, a
partir de la década de los ochenta, del siglo pasado – vértigo me produce – y
se convirtieron en uno de los puntos de encuentro de los ciudadanos. Pero no
hay bien que cien años dure. Poco a poco los presupuestos se fueron reduciendo,
hasta los edificios se resintieron. Todo parecía ir en su contra.
Y llegó Internet. El conocimiento
y entretenimiento al alcance de un clic. A principios de los noventa – sí, del
siglo pasado – pocos, en este país, sabían de su existencia. Se extendió como
una plaga bíblica. Hoy son millones de personas las que viven en ese mundo
virtual. En él podemos encontrar todo lo que podamos pensar. ¡Y cómo éramos
pocos, ahí están las redes sociales!
Digan lo que digan el nivel de
lectura no ha mejorado demasiado. Las tablets,
móviles, u ordenadores conectados a
internet no han logrado aquella anhelada extensión de la cultura al mundo
mundial. Lo virtual ha otorgado un espacio infinito a un sinfín de grupos
«curiosos», léase antivacunas, terraplanistas… Las redes son una herramienta política
muy eficaz. Me viene a la cabeza, como no, Trump.
Millones de personas tienen como
referencia esas redes sociales atestadas de bulos o directamente de mentiras.
Los medios de comunicación tradicionales están en clara desventaja ante el
poder de penetración, y convicción, de las redes. A ese inmenso poder se une la
falta de contraste sobre las informaciones que provienen por esa vía y la
rapidez con la que fluyen las «noticias».
Los libros, por su parte, son de
lectura sosegada. El lector recapacita sobre lo que está leyendo e incluso, si
es necesario, retrocede a las páginas anteriores, cosa que el lector digital
hace en menos ocasiones, y lo digo especialmente por mí. El lector en papel
incluso consulta referencias vía internet y cuando se da cuenta está sumergido
en esa espiral inacabable de enlaces que le aleja de la búsqueda inicial –
también lo digo por mí -. Internet es una maravilla, pero también es un agujero
negro.
A los nueve años entré por
primera vez en una biblioteca, no las he abandonado. Como en mí caso tiene que
haber, hay, muchas personas a las que esos espacios públicos les ayudaron a
cambiar su vida. Creo en el poder «curativo» de la lectura y las bibliotecas
son ese recinto de paz y libertad que acerca a los ciudadanos esos medicamentos
que son los libros. Es una ingenuidad, lo sé, pero soy «creyente».
Me acerco al mostrador. Me sellan
dos libros. Me voy escuchando mis pasos, dentro de unos días volveré. Me
estarán esperando. Les soy fiel, me son fieles. Mis queridas bibliotecas, mis
queridos libros.
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