Por unos instantes contemplo sus manos. Huesudas, largas, fuertes. Las posa sobre mi cuerpo semidesnudo. Su frialdad me provoca un pequeño
escalofrío. Dura unos segundos.
Puede
dar la sensación de fragilidad. Nada más alejado de la realidad. Taheña. Nervuda.
De sonrisa pronta.
Tumbado,
boca abajo, contraigo mi cuerpo. No sé qué va a hacerme. No es la primera vez,
aunque lo parece.
Toca
mis pies. Va ascendiendo poco a poco. No se detiene. Parece estar reconociendo
un terreno que no le es extraño. Tras ese primer contacto, suave pero sin
llegar a ser delicado, sus manos se
transforman y se convierten en rayos x. Explora, toca, aprieta cada uno de mis
músculos.
Sin
remedio me tensiono. Me remuevo. Mi respiración se agita. Profundiza con sus
dedos y rompo a sudar.
Ríe.
Cuando
mi tirantez se desmadra, relaja la presión. Siento un enorme alivio. Una palabra
cariñosa. Me distrae con cualquier pregunta. Conozco el juego tantas veces
practicado. Mi cerebro, por un momento, se distrae y ella vuelve a la carga.
Los
dedos de los pies, mis piernas son un juguete en sus manos. Me
da un respiro. Mi agarrotamiento es máximo. Un
leve roce en mi cuello me pone en alerta. Ahora mi espalda es suya, enteramente
suya.
Cada
músculo es un libro abierto para ella. Sus manos recorren mi columna, su
columna.
Presiona.
Suspiro. Sus dedos me horadan. Grito. No le importa. Sigue a lo suyo.
Relajación. Tregua. De pronto la presión me parece insoportable. No son dedos. ¡Son codos! Siento que me va a incrustar en el suelo. Gimo. Lloro.
Ella,
ajena a mi dolor, continua sin contemplaciones. Ya no lo soporto más. No me
puedo controlar. Antes de que yo diga nada, para.
Me
envuelve con sus brazos, con un ligero movimiento encaja lo desencajado
Media
vuelta. Nada cambia. En esos momentos ella son sus manos. La punta de sus dedos
son neuronas que procesan información. Sabe
lo que necesito.
Me
hace llorar y reír al mismo tiempo. Ella ríe.
Se
coloca tras de mí. Eleva mi cuello. Lo sostiene un rato. Lo baja suavemente. Lo contraigo. Toma mi cabeza entre sus manos. No presiona demasiado. Un suave y seco
movimiento, un pequeño giro y… crac. Nada se rompió. Sudo.
Prosigue
un rato más. Lo peor ya pasó. Ya
está.
Puede
que su imaginación les haya llevado por caminos procelosos, pues están
equivocados. Las manos de esta mujer alivian mi cuerpo, sí, no se lo niego: es
fisioterapeuta, mi fisioterapeuta.
Nunca
le estaré bastante agradecido por sus manos y por ser como es. Gracias.
Mucho más que manos by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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