Tenemos una gran facilidad para
utilizar el lenguaje de la forma más conveniente a nuestros intereses. El
mérito no es solo personal, el idioma español es muy rico en matices y
disponemos de un sinfín de sinónimos que se ajustan a nuestras necesidades. En
los últimos días la frase “te comunico mi meditada decisión de
trasladarme” ha dado mucho juego en los
medios de comunicación y en los mentideros sociales. Fuera de contexto no
parece tener mayor trascendencia, dicha por Juan Carlos, el todavía emérito, ya
es otro cantar.
Pues sí. Juan Carlos no es otro
ciudadano más, ha sido Rey de España un montón de años y además ese traslado lo hace en una determinada
situación personal: una cuenta de la que él es beneficiario está siendo
investigada en Suiza. Nada, algo sin importancia, el gobierno saudí le hizo un
regalo de 65 millones de euros.
Vamos por partes. En estos momentos Juan Carlos no está acusado de nada.
Cierto. Es por tanto una persona libre para ir donde le plazca. Cierto.
Entonces ¿a qué viene lo que expresó en la carta dirigida a su hijo? En esa
misiva dejó bien claros los motivos de su traslado:
“… ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos
pasados de mi vida privada”.
Vaya. El mismo Juan Carlos
reconoce que lo dicho es veraz y que esos “ciertos acontecimientos pasados” son
la causa. Véanlo de otra forma, no niega el cobro de esos sesenta y cinco
millones.
Vamos un poco más allá. No
muestra arrepentimiento, lo cual significa que considera normal y legítimo la
aceptación de ese insignificante regalo. Es decir, tiene un sentido
patrimonialista del Estado y se siente autorizado para hacer lo que le dé la
real gana.
Fueron “acontecimientos de mi
vida privada”, dice. Pues bien, por lo tanto en este caso deja de ser
inviolable y está sujeto a responsabilidad. ¿Acaso el Presidente del Gobierno o
los ministros refrendan su actuación? Más claro agua.
Hay quienes se sienten muy
ofendiditos por tildar de huida esa decisión de trasladarse. Venga, no sean tan susceptibles.
El diccionario de la RAE define
huir cómo “alejarse deprisa, por miedo o por otro motivo, de personas, animales
o cosas, para evitar un daño, disgusto o molestia”. La Real Academia Española
nos aclara que un huido es el “que anda receloso o escondiéndose por temor a
algo o alguien”.
Ven, se ajusta perfectamente a lo
que hizo Juan Carlos, el emérito. Ea, ea, los juancarlistas ya podéis dejar de
llorar.
Una vez más los bandos se
manifiestan con enconada animadversión. Los republicanos se están frotando las
manos, creen que el advenimiento de una nueva república está a la vuelta de la
esquina. Mejor esperan sentados. Los monárquicos, cuatro no más, están
callados. Los de derechas defienden a Juan Carlos y a la Corona por fastidiar.
Luego están esos lerdos que se dicen republicanos pero qué defienden la real
institución.
Los defensores del emérito apelan
a los servicios prestados en el pasado y le otorgan el protagonismo, incluido
el diseño, de la consolidación de nuestra democracia. No me extraña. Su educación,
la del emérito, estuvo basada en los más profundos y estrictos cánones
democráticos.
No está demás recordar que al
huido no le tembló el pulso al saltarse el orden dinástico y dejar a su padre
en la cuneta para seguir los designios del dictador. A eso le llaman sentido de
Estado. Traducido significa que hay que mantenerse en el machito cueste lo que
cueste y pese a quien pese. Esa máxima está grabada a fuego en el ADN de la
realeza.
La apertura del régimen
franquista se inició con los Pactos de Madrid, en 1953. Al paladín de la
democracia, USA, no le parecía muy estético que en España perviviese una
dictadura. Pacientemente esperaron a la desaparición física del dictador –
vamos, a que se muriese – y montaron los bolos democráticos. A este proyecto se
sumó la Comunidad Económica Europea, hoy Unión Europea, y el partido
socialdemócrata sueco con Olof Palme a la cabeza, que además era vicepresidente
de la Internacional Socialista. Desde España se siguieron las líneas marcadas.
Juan Carlos sabía que era eso o se quedaba sin chollo.
Y llegó el 23 febrero de 1981.
Las dudas sobre la actuación del Jefe del Estado fueron muchas. El asalto al
Congreso se inició a las seis de la tarde y hasta la una y catorce minutos el
Rey no emitió su mensaje. Se dijo que estuvo hablando con los militares para
frenar el golpe. En los días posteriores a la intentona golpista se inició la
campaña de lavado de cara del monarca al tiempo que dio comienzo la exaltación
del rey Juan Carlos como salvador de la patria.
El destino de España estaba
escrito y un golpe de estado era un renglón torcido inaceptable. No era
admisible la entrada de España en la Comunidad Económica Europea – repito para
los mileniales, es la actual UE, o lo que es lo mismo la Unión Europea – y en
la OTAN. Era una imagen que ni EEUU ni la propia Comunidad podían aceptar. No
es de extrañar que al Rey le leyeran la cartilla bien leída desde el exterior.
Lo que pasó aquel 23 de febrero
sigue siendo secreto. Hay informaciones que hasta el 2031 permanecerán bajo
llave.
No se trata de una teoría
conspirativa. Artículos de prensa y libros de aquel tiempo confirman esas
dudas. El secretismo que aún se mantiene no ayuda a disipar la desconfianza.
Los líos de faldas reales eran
sobradamente conocidos. Los Borbones se han caracterizado por unos apetitos desmedidos, según cuentan las
crónicas. El emérito, al parecer, hizo gala de sus cualidades. En la década de
los 80, del siglo pasado, los chascarrillos sobre las travesuras reales
recorrían España. Nadie se escandalizaba, esa conducta alegraba la vida a los
republicanos. No era para menos, ya entonces pensaban que la república estaba
cerca.
Lo mismo sucede con el tema de
los regalos. Muchos sabían lo que pasaba y todos lo callaban. Algunos
detallitos no se podían esconder, los barcos por ejemplo. El gobierno de turno
tenía que emplearse a fondo para que los declarase al Patrimonio Nacional.
Los viajes reales rodeados de
empresarios de todo tipo y condición levantaban serias sospechas. Se vendían
como estrategias político-económicas que tenían en la figura real al perfecto
conseguidor. Ahora sabemos con seguridad que lo era.
Los negocios se les dan bien a
esta real familia. Les voy a recordar el caso de Juan de Borbón, padre de Juan
Carlos I, y el palacio de La Magdalena de Santander. Ese palacio fue un regalo
del ayuntamiento de la ciudad a Alfonso XIII y Victoria Eugenia. La propiedad
pasó a manos de don Juan quien, en un acto de altruismo, lo vendió a la capital
cántabra, en 1977, por un precio por debajo
de su valor real, 150 millones de pesetas. La cifra era una pasada para la
época. No fue su único negocio.
No estuvo mal. Se lo regalan a la
family y Juan de Borbón lo vende a
quienes se lo regalaron. Con dos cojones. Eso es amor a la patria.
Ahora se monta la bronca por un
regalo de 65 millones de nada. ¿Ese es todo su patrimonio? No lo sabemos. Las
cuentas de la Casa Real son secretas. Ni siquiera se sabe exactamente lo que
perciben de los Presupuestos Generales del Estado. Los cargos públicos tienen
la obligación de realizar una declaración de intereses, el monarca no tiene
ninguna. Dado que les mantenemos, tenemos derecho a conocer cual es su
patrimonio. Dudo mucho que lo lleguemos a saber. Quién sabe sí tendrían que dar
muchas explicaciones. Esos regalos y todo lo que haya podido atesorar lo debe a
su condición de Rey.
Han creado una imagen del rey
emérito Juan Carlos que no se ajusta a la realidad. Ha tenido y tiene amigos de
dudosa honestidad. Hablando de amigos, en su momento se supo que tenía a Manuel
Prado y Colón de Carvajal como testaferro. Un testaferro ¿para qué? Lo
imaginamos. No pasó nada.
El oscurantismo y su huida avalan
que tiene mucho que esconder. Las artimañas para ocultar su paradero tienen
poco de honorable. Eso sí, para llevar a cabo sus planes contó con la
inestimable colaboración del Gobierno y el actual monarca.
No olvidemos que la Constitución
otorga a la Corona el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Ahí es nada.
La figura de Juan Carlos I será
escrutada por la Historia y no va a ser benevolente.
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