Cuando un provinciano llega a
Madrid se le nota enseguida: no deja de mirar para uno y otro lado. Eso es lo
que me ocurre a mí. Da igual las veces que vaya, siempre me sobrepasa, me
puede.
El tráfico intenso y en muchas
ocasiones ruidoso, por no decir escandaloso, me sobresalta. Los edificios del
centro me siguen impresionando por su majestuosidad. La gente es sencillamente
un mundo, o mejor dicho, muchos mundos juntos. No solo por los turistas, sino
por los moradores de la ciudad. Razas, colores, vestimentas se entremezclan en
un caos que ellos solo entienden. Las bocas del metro expulsan a cada segundo
un microcosmos de madrileños venidos de cualquier lugar del mundo y que acaban
dando a la ciudad su toque especial.
Todo está lleno de gente, a todas
las horas, siempre. Los bares no parecen dar abasto. Pinchos, comida rápida, cerveza, más cerveza,
barriles de cerveza. Se bebe, come y consume a toda velocidad. Más, más
deprisa.
De vez en cuando uno tiene que
pararse para tomar aire y ver pasar a los madrileños. Hasta eso llega a cansar.
Eso es lo normal, en las fiestas
navideñas todo se multiplica por mil, por diez mil. Al menos eso parece o bien
que todos los habitantes de la ciudad toman la zona centro. Puerta de Sol y
calles adyacentes son apenas transitables. Por las tardes el suelo no existe,
está ocupado por miles de zapatos y cientos de top manta. Con un poco de suerte coges la estela adecuada y vas
avanzando.
Da igual que sea viernes o
domingo, todo está abierto. Las tiendas engullen a quien se acerca a su puerta.
Enormes tufaradas son expelidas a las calles que pueden provocar hasta mareos
al descuidado caminante.
Son muchos los que quieren
ganarse unos dineros y aprovechan las fechas y la bondad reinante para demostrar sus habilidades o simplemente pedir.
Las estatuas vivientes, tan del paisaje urbano, proliferan en estos días de tal
modo que en pocos metros podemos ver tres, cuatro o cinco. Todas tienen su
público. Músicos solitas, cuartetos, quintetos, corales y hasta percusionistas
de cubos y cacerolas animan las calles.
Los vendedores de globos andan en grupos y se
reparten cada pocos metros a lo largo de las calles. Los compradores de oro
tienen tomada la Puerta del Sol. En competencia numérica con ellos podemos ver
a los personajes de Disney, siempre dispuestos a dejarse fotografiar.
Otra presencia que se hace notar,
por efectivos y espacio ocupado, son los policías municipales y nacionales.
No dejó de sorprenderme el ver
una cola de más de cincuenta personas esperando para degustar un frito de
bacalao en una tasca con solera. Daba igual la hora que pasaras por allí,
siempre había que esperar. Me quedé con las ganas. Sí querías un chocolate
había que hacer cola. Para comprar un décimo de lotería, más cola.
No les cuento para llevar a los
niños a unas atracciones organizadas por un centro comercial. Allí no había
cola, era imposible. La calle estaba tomada, enterita.
La Plaza Mayor con sus puestos
navideños, sus músicos, sus estatuas vivientes, sus vendedores de todo tipo de
cachivaches era…un maremágnum. En esta plaza el espíritu navideño se transforma
en espíritu de supervivencia.
Madrid se llena en estas fechas
de mercadillos y se hace obligado su recorrido. Son inevitables los puestos de
baratijas pero también los hay de artesanía y cosas bastante curiosas. Eso sí,
da igual donde se ubique, al atardecer todos estarán hasta los topes.
Como buen provinciano la ingente
cantidad de luces decorativas me deslumbra. Caminando y sorteando las riadas de
gente por la Gran Vía uno no tiene tiempo para todo. Mirar los edificios, las
tiendas carisísimas, el alumbrado, el personaje de turno, La Cibeles y su
palacio iluminados, que bonito, y más arriba la Puerta de Alcalá, miralá,
también iluminada, pues que quieren que les diga, uno saca su cámara de fotos y
se lía a darle al disparador. Giro la cabeza y me veo rodeado por múltiples
cámaras. Todos provincianos, algunos de las provincias japonesas, coreanas,
británicas o francesas.
Al final, henchidos del espíritu
navideño, hinchados los pies de tanto caminar, desorbitados los ojos,
regresamos al pueblín.
Si quieren que les diga la
verdad, Madrid merece una visita en estas fechas. Pero eso sí, tomándoselo con
tranquilidad. ¡Ah! para mí es visita obligada El Prado.
Madrid me puede por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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