San Carlos, San Vicente, San
Juan, Santa Eulalia, San José, San Antonio, Santa Gertrudis, San Agustín… y el
santoral continua. ¿Qué se puede hacer en un sitio
tan santurrón? ¿Visitar iglesias? No les digo yo que no, aunque no es ese su
mayor atractivo. La verdad es que se puede hacer todo lo que el dinero permite.
A pesar de tanto personaje subido a una peana, Ibiza es tierra para el pecado y
el exhibicionismo.
Las playas y las calas son,
durante el día, un escaparate de vanidades. Los cuerpos se muestran con
deleite. Músculos esculpidos, tetas siliconadas y tatuajes son mostrados con
impudicia. Un trapito escueto por delante, reducido a una tira por detrás, es
toda la vestimenta playera.
Es imposible no observarlos, es
más, creo que se ofenderían si no lo fueran.
En esos momentos es cuando
despotrico con vehemencia contra la cerveza y sus perversas secuelas.
Mientras remojo los pies
contemplo, con delectación, las aguas cristalinas y los dos enormes pedruscos
que surgen de las aguas. No puedo evitar escuchar la conversación de tres
mujeres. Una de ellas, como podré comprobar más tarde en monobiquini – no es
gratuita la puntualización -. Están a mí espalda. El rumor del
mar y los gritos de los niños no me permiten oír con claridad.
-
No es nada, dos tajos y ya está.
Respuesta incomprensible.Doy un paso hacia atrás.
-
La segunda vez me dijo… más grandes…
No me enteré.
Me pica el gusanillo. Doy otro pasito de cangrejo.
-
¿Cómo de grandes? ¿Cuánto peso más? Cien gramos.
No lo resisto. Me doy la vuelta y
encaro al trío. Siguen hablando y lo comprendo todo: están hablando de sus
tetas. Se las miro, con disimulo. No
cabe duda, están recauchutadas. Las otras dos se las miran con descaro.
Ellas siguen a sus cosas. Yo me
voy a la tumbona, bajo la sombrilla. Dejo de cotillear. ¡Ya me vale!
Pase de modelos. Tres chicas van
mostrando vestidos veraniegos. Un poco más allá está el vendedor. Un pañolón
sirve para apilar, sin orden ni concierto, los vestidos.
Un grupo de mujeres hacen
círculo. Cogen y dejan vestidos, se los prueban. Un espejito para las más
exigentes. Más de una compra. Ventas rápidas. Veinticinco euros.
Toca baño. No hay olas. Agua
transparentes – ya lo dije ¿verdad? – Cerca de la orilla barcos, algunos de
dimensiones curiosas – vamos, bastante grandes -. Nado entre peces que no me
tienen miedo. Estoy en la gloria. Descarga. Grito. Taco. Escozor. Calor. Más
calor. ¡Medusa!
Como resultado del “tocamiento”
me queda una fea quemadura.
La isla hay que recorrerla. En
cualquier punto te encuentras con paisajes de postal. Calas hermosas, aguas
cristalinas – me estoy repitiendo ¿verdad? -. En todos y cada uno de esos
lugares nos topamos con neojipis, o lo que es lo mismo, gentes con estética de
tal pero de marca. No parecen conocer estrecheces económicas ni ir en plan
contracultural.
A media tarde la platja d´en
Bossa y des ses Salines se convierten en antesala de lo que debe ser la noche
ibicenca. Los gogós las recorren ofreciendo juerga nocturna y para ello nada
mejor que enseñar sus cuerpazos.
No conozco sus noches, tampoco me
interesan.
Los que tienen tipazos los
exhiben, los que tienen dinero lo enseñan a lo bestia. El champán - nada de
cava - se bebe en las playas, en los restaurantes, en los barcos. Por cierto,
los yates llegan a resultar obscenos.
La chica de los cien gramos
llevaba un tatuaje escrito: “Aquí y ahora”. Oigan, que lo dijo ella en voz
alta. Esa frase define a Ibiza.
El paraíso de la ostentación y el exhibicionismo by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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