Imagino que muchos de ustedes han
visto la película Las aventuras de Jeremiah Johnson, dirigida por Sydney Pollack e
interpretada por Robert Redford. Supongo también que les gustó. Está basada en El trampero, novela de Vardis Fisher
publicada en 1965, traducida por Gonzalo Quesada. Bueno, tanto como basada es
mucho decir, tomó prestadas algunas cosas.
El protagonista de la novela es
Samson J. Minard, de profesión trampero. La acción transcurre en las montañas
Rocosas a mediados del XIX. Es un hombre duro entre duros. Abandonó la ciudad
buscando la naturaleza, el silencio y la soledad. Físicamente en un tiarrón,
con una fuerza descomunal y come por cuatro, eso sí, demuestra tener unos
gustos sibaritas. No se hagan una idea equivocada, tiene un punto tierno y
guarda en su enorme corazón, debe serlo en función del tamaño del paisano, una
sensibilidad que no esconde. Por tener tiene hasta formación musical clásica y
a la primera de cambio se pone a entonar loas a su dios. Todo esto está muy
bien, pero que a nadie se le ocurra enfadarlo.
Aunque su soledad es buscada,
interrumpida por encuentros esporádicos con sus compañeros de profesión,
solitarios al igual que Minard, los instintos naturales tiran y acaba comprando
una mujer india. El hombretón acaba cogiendo cariño a la mujer. La cosa se pone
más intensa cuando le da un hijo. El asesinato de ambos por una partida india
le conducirá por el camino de la venganza.
No les he destripado el libro ya
que conocen el argumento de la película.
Hay una serie de cuestiones
destacadas en la novela. Veamos algunas.
Minard y sus colegas tienen un
concepto machista de las mujeres, sobre todo de las indias. Uno de sus amigos
deja clara su postura respecto a ellas: «Te lo digo, Sam, si es mujer, no importa
que se piel roja, negra o blanca, t´atormentará pa toa la vida» (pág. 78) Vean
otra declaración: «Soy capaz de rastrear hasta una pelusa, pero nunca he podido
ver ningún camino hacia el corazón de una mujer» (pág. 79). Pero sin duda la
opinión más brutal es la que sigue: «una piel roja era para Sam lo mismo que
para ellos, un miembro de una especie subhumana que un hombre podría desear
llevarse a la cama un día y al siguiente matarla con un tomahawk» (pág. 69).
Todo lo anterior no quita para
que Kate Bowden, mujer que se volvió loca por el asesinato de su familia a
manos también de los indios, tiene una enorme importancia en la novela. Este
personaje también aparece en la película de Pollack, pero en El Trampero su presencia es mucho más
relevante.
Sam y el resto de los tramperos
no sienten ningún aprecio por los pieles rojas. Los desprecian, y sí los hay
que matar los matan como si fueran animales. No consideraban que estuviesen
ocupando sus territorios, todo lo contrario. Ya se había expandido el concepto
de Destino Manifiesto, un concepto
que justificaba la Frontera, es decir, la expansión por todo el territorio de
lo que más tarde sería USA y que más adelante se aplicó a su influencia y poder
mundial, todavía hoy vigente.
A lo largo de la novela hay una
exaltación de la naturaleza. Determinados pasajes podrían ser firmados por
cualquier ecologista actual: «Con sus ciudades que crecían vertiginosamente sin
planificar, la hedionda y repugnante oscuridad de miles de chimeneas, los
venenos paralizantes de las alcantarillas y el amontonamiento de enormes
vertederos» (pág. 138). ¿No les parece una descripción muy actual?
Llega incluso a ser premonitorio,
no el protagonista sino Vardis Fisher: «A Sam le parecía que llegaría un tiempo
en el que por toda la tierra no hubiese un río sin contaminar ni un valle
boscoso intacto; un soto donde uno no tuviese que mirar a su alrededor antes de
sentarse; una cuenca que no estuviese sucia y azotada por la fealdad humana».
Pero las contradicciones surgen
por doquier en esta novela. Esos tramperos tan amantes de la naturaleza son los
que esquilman las especies salvajes para satisfacer los deseos de ostentación
de esos urbanitas que tanto critican.
Otro aspecto muy destacado de
estos montaraces es el ansia de libertad, pero no solo la de deambular por
donde quisieran si no la de que el Gobierno no se meta en sus asuntos y mucho
menos les cobre impuestos: «Sam estaba embelesado, encantado, fascinado por el
sencillo hecho de estar vivo y sano, sin reloj que marcase su tiempo, sin jefe
que lo vigilase, sin impuestos que pagar, sin papeles que firmar, sin tener que
darle cuentas a nadie, excepto al Creador, a quien le estaba felizmente
agradecido mañana, tarde y noche». ¿No les recuerda esto a las ideas de los
integristas estadounidenses que apoyan a Trump?
Sam repudiaba la vida civilizada,
su filosofía era muy simple: «Los vecinos y sus hijos, todo energía y
chillidos; hipotecas y deudas y policías y funerales y tasas; aquí fuera,
gracias a Dios, no había funerales; un hombre moría, los lobos y los buitres
limpiaban sus huesos y aquel era su fin» (pág. 367).
El trampero es una novela sobre hombres duros, en muchas ocasiones
brutales, que tienen una forma de vida no muy diferente a la de los indios que
tanto odian. Por cierto, muchos de los tramperos que se mencionan existieron,
Sam no.
Una novela que recoge parte de
los pensamientos más reaccionarios de un país que se estaba construyendo. Unos
ideales que impregnan la vida política de Estados Unidos y que los más
intransigentes, los ultrarreligiosos, los xenófobos y racistas actuales quieren
llevar al Gobierno y las leyes estadounidenses. En lo económico se asemejan a
los anarcocapitalistas.
Un libro recomendable, pero
olvídense de compararlo con la película y Jeremiah Johnson no es Samsom J. Minard.
Cadena SER Occidente 13 julio 2022
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