Nuestros ancestros prehistóricos temían la
llegada de la noche. No era para menos, podían ser pieza codiciada por los
depredadores. Con el paso del tiempo sería al contrario y aquellos miedosos
bípedos se convirtieron en el mayor predador que nunca existió. Hoy solo
tenemos un competidor, nosotros mismos.
Con esto me quiero referir a que esos temores
siguen estando presentes hasta en los muy echaos pa´lante en una noche
oscura y solitaria. Cuando en la oscuridad vamos por una calle repleta de
silencio, sombras malignas nos acechan, los sentidos se agudizan, el corazón
late más rápido, sin poder evitarlo miramos hacia atrás… Cualquier sonido hace
que aceleremos el paso y se acompase al desmadrado corazón. Sudamos. Venga, no
me digan que no lo han sentido en alguna ocasión. Yo sí, varias veces. Hay una
que recuerdo especialmente. Les aseguro que fue real.
El otoño iba avanzado, hacia frío en La Milla
del Río (León). No sabía que hacer. En Carrizo de la Ribera, distante a algo
más de dos kilómetros, había cine en aquel entonces. Yo tendría unos quince,
dieciséis años. Decidí ir. Me dijeron que tuviera cuidado ya que al volver
sería de noche. El camino se hacía por la carretera. No tenía aceras, ni luces,
ni arcén. Tampoco había casas en la mayoría del trayecto. Fui.
No recuerdo la película, seguramente bastante mala. Al salir me di de
bruces con la noche cerrada. Hacía más frío. Abroché la gabardina, deje suelto
el cinturón. El cine estaba enfrentado al muro del convento de Carrizo, fundado
en 1176 y perteneciente a las monjas cistercienses. En él estaba mi tía Maruja,
nombre civil, desde los dieciséis años y en él murió a los ochenta y tantos.
Permítanme algún detalle más. Era de clausura rigurosa, tanto que tardé años en
verle la cara ya que la celosía que nos separaba era tan tupida que impedía ver
sus rasgos.
Perdonen la disquisición. Sigo.
Durante unos metros caminé paralelo al alto
muro que separaba las monjas del mundo. Cuando las casas de Carrizo se acabaron
entre en una boca de lobo. Mi seguridad empezó a resquebrajarse. Frío y, sin
embargo, sudaba. La carretera tenía una raya en su mitad apenas visible. No
pasaba ni un coche. Los árboles daban un aspecto más siniestro a mi miedo.
Oídos alerta a cualquier ruido extraño, todos lo eran. Voy a paso vivo. A lo
lejos entreveo una figura que camina delante de mí. Aprieto el paso. Cuando me
acerco creo ver a una mujer. Pequeñita. Vestida de negro. Una toquilla gorda de
las que se tejían en casa para tornar el frío. Le cubría la cabeza. Un pequeño
bulto negro. No se volvió en ningún momento. Mientras más me acercaba más
aceleraba el paso. Pensé que la mujer lo estaría pasando mal. No me acerqué más
a ella por miedo a que le diera un infarto, aunque quién sabe, a lo mejor el
que tenía miedo era yo a que aquel bulto negro no fuera una mujer.
El trayecto se estaba haciendo muy largo. No
le daba alcance. ¿Qué temería? Me di cuenta, al fin. A pesar del acojone
sonreí. No sabía si gritar y decirle algo. No lo hice. A partir de ese momento
fui un poco cabrón. Aceleré el paso hasta acercarme bastante mientras el bulto
negro imprimía más velocidad. La deje ir en varias ocasiones con este «juego».
¡Menudo cabronazo!
Por fin las escasas y tristes luce de La
Milla nos dieron tranquilidad, al bulto seguro que más, yo no iba sobrado de
ella. Siguió por la carretera protegida por las casas, yo me desvié.
En casa de mi abuelo Vitor estaban un poco
preocupados, aunque llegué sonriendo muy machote. No mojé los calzoncillos de
milagro.
¿Qué había pasado? El cinturón de la
gabardina llevaba una hebilla metálica, al ir suelta producía un ruido que en
la oscuridad resultaba inquietante. Me había convertido en un fantasma,
acojonado pero fantasma.
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