Arriba la ciudad sigue viva.
Abajo el ritmo de las gentes puede ser rápido en su deambular pero la energía
vital se encuentra en stand by. El
descenso modifica el comportamiento. Nadie mira a nadie fijamente. Los ojos
ante cualquier encontronazo se refugian en el suelo. Las conversaciones cesan y
tal parece que todos entrásemos en trance. Y es que eso sucede cuando uno entra
en el metro, da igual que sea el de Madrid, Londres o París. El de Barcelona no
se escapa a esta ley.
Como hormigas entrando en el
hormiguero, así bajamos a sus entrañas. La fila se forma de manera natural.
Según se penetra en sus fauces el silencio se va haciendo más presente. Los
músicos trogloditas son de los pocos que se atreven a romper ese mutismo. También
los teléfonos móviles. Cuando uno suena el portador se relaja. No es para
menos. El infierno tiene comunicación y eso es todo un alivio.
Mirando el luminoso uno se entera
de que en cuatro minutos el topo hará
su entrada en la estación. Primero será el ruido, luego las luces y tras ellas
el transportador de zombis. Después del momento de desconcierto, el caos se
convierte en orden y todos encajamos. Los más rápidos encontrarán acomodo, los
demás haremos equilibrios.
Una mirada al vagón, discreta,
nos confirma lo visto en el andén: el móvil es el gran escudo protector. En
unos casos unos dedos presionan con rapidez el escaso teclado; en otros sirve
para abstraerse con músicas que en ocasiones rebotan en el cerebro del portador
y se convierte en un perfecto altavoz para el resto.
Blancos, negros, amarillos,
cobrizos ¿y ese color? No falta ni uno. Toda la gama cromática está presente en
el metro. Gentes de todo origen, de todas las lenguas que uno conoce y de las que no ha oído nunca, están presentes.
Vestidos a la moda europea, a la asiática, africana o a la que cada uno se
inventa convierten los vagones en un arco iris.
Caras perforadas, tatuajes,
idiomas, vestidos, colores y olores hacen de este tren subterráneo un perfecto
reflejo de lo que anda por arriba, aunque inmóviles y con la mirada abstraída.
Hay quien dedica el tiempo a leer,
a dormir o a mirar que no se pase de la estación deseada. Nos rozamos con
movimientos en ocasiones impúdicos, pero no nos miramos. No lo podemos hacer.
Nuestros ojos denotarían miedo, sorpresa, desconcierto y en un espacio tan
reducido, sin escapatoria, no nos lo podemos permitir.
Algunos discuten, en voz baja,
pero sus airadas caras les delatan. Otros aprovechan las estrecheces, los más
jóvenes, y se magrean y comen la boca. Una, y solo una, escribe con bolígrafo
en su libreta. A estas alturas se convirtió en una rara avis.
En nuestra parada varias manos se
extienden para abrir la puerta. Ansiedad. Mirada rápida a los letreros y cuando
vemos sortida el corazón se acelera.
Largos pasillos, prisas, adelantamientos por la derecha, por la izquierda,
música, una vigilante de seguridad como dos pisos, escaleras, más pasillos,
escaleras mecánicas y la luz. Suspiro. Gente, mucha gente nos recibe. Cada uno
a lo suyo. Los coches, autobuses, motos y taxis cubren el asfalto. Ahí empieza
otro mundo. En todo momento la mochila bien aferrada. Nos han metido tanto
miedo en el cuerpo y somos tan de provincias
que no lo podemos evitar.
Cada vez que entramos en el metro
es como acceder a los infiernos interiores ¿aprendimos algo?
Descendiendo a otra realidad por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
De provincias, lo serás tú. Yo soy de pueblo y a mucha honra.
ResponderEliminarAquí no tenemos metro;lo nuestro son caleyas, las que rodean las casas, asfaltadas, cómo no. Pero aquellos caminos que en su día transitaban los carros del pais con su cantar de ruedas, son intransitables. Zarzamoras (digo artos) y ortigas los cierran a cada paso. Ya nadie los utiliza; muchos, ahora toman el metro y cuando alguna vez vuelven a la aldea sólo recuerdan lo bien que sabe el choricín que hacía la abuela. Pero "pa na" recuerdan los sudores de sus padres a la hierba en aquel prao tan cuesto, al que ahora es imposible llegar por la maleza acumulada.
No quiero con esto decir, que de vez en cuando los de pueblo o de provincias también nos guste montar en metro, y con tu relato has conseguido que por un momento me sintiese uno más de ese maremagnum de gentes.
Me ha gustado.