Es él, seguro. Así se lo dije a
mi santa, con el permiso de Elvira
Lindo. No lo había visto en vida. No sabía nada de él. Era un desconocido, pero algo le delató.
Estábamos sentados en una de las
terrazas del puerto y pasó acompañado de otros tres hombres. Por un segundo nos
taparon la visión del mar. Un poco más tarde regresaron y se pararon a cinco o
seis metros de donde dábamos cuenta de una cerveza. No escuchábamos su
conversación, pero su actitud me llevó a la conclusión de que era él.
Aunque la tarde ya estaba
avanzada el sol seguía apretando como si las horas no hubiesen transcurrido. Él
llevaba gafas de sol, los otros no. Dirigía la charla. El trío asentía y cuando
él esbozaba una sonrisa los otros sonreían.
Sus ojos lo debían estar observando
todo. Pequeños giros de cabeza a izquierda y derecha le permitían controlar su
entorno. Como los predadores se le veía en estado de alerta.
Miró una vez el teléfono. En la
distancia parecía de última generación. Los otros aprovecharon para decir algo.
Él casi no los mira. Deja de observar el aparato y se lo acerca a la oreja. No escuchamos
ninguna melodía. Da un paso atrás y habla brevemente.
El casi monólogo continúa.
Sonrisas. Vuelve a contestar al teléfono. Cuelga. Prosigue oteando el
horizonte. Otra llamada. Luego parece leer un mensaje. Un apretón de manos y
los tres se van. Él no se decide. Hace otra llamada.
Nosotros proseguimos el paseo. A
la vuelta, en la misma terraza, está sentado con un nutrido grupo de personas.
Lleva la voz cantante en ese momento.
-
Nena, no hay duda, es el alcalde.
Al día siguiente lo compruebo en san Google. Era el alcalde. Visto uno,
vistos casi todos.
Era él por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Tienes más razón que un santo
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