Si
fuera creyente podría pensar que los huesos de esas personas se siguen
revolviendo en la tierra.
Sí
lo fuera.
Llevan
tanto tiempo humillados que cualquiera, que sea un poco religioso, querría
darles digna sepultura.
Yo,
que no lo soy, me gustaría que sus familiares pudieran inhumarlos con dignidad.
Son
esos muertos de las cunetas.
Hace
tiempo me contaron, quienes lo vivieron, unas historias de esas que encogen el
corazón. No importaron los detalles. Ellos no los contaron y yo los olvidé.
Recuerdo, eso sí, la enorme tristeza que destilaron al rememorarlo.
Me
lo contaron en voz baja, mirando de vez en cuando a un lado y a otro, era solo
para mis oídos. No lo relataron con ira. De verdad, no la tenían. Tristeza,
toda.
Hoy
pasan de los ochenta un pedazo. Ya quedan pocos.
Él
me enseñó dónde fusilaron a su hermano. Camino de la sierra, un poco más arriba
de San Roque, pero no muy arriba. Según se sube a la izquierda.
No levantó la mirada del suelo. Me señalo, casi sin mirar, donde estaba el matadero.
No levantó la mirada del suelo. Me señalo, casi sin mirar, donde estaba el matadero.
En
aquel entrante mataron a unos cuantos vecinos de la villa. No quiso decirme sus
nombres. Los recuerda. A todos y cada uno de ellos. Casi una treintena. No se
le han olvidado ni sus nombres, ni sus apellidos, ni sus motes. No me los quiso
decir.
¿Para
qué? Me dijo. No los olvida. Son sus muertos. Aquello ya pasó.
Nunca
más volvimos a hablar de ello. Son sus muertos. Su dolor.
Ella
me llevó al antiguo cementerio. Sabe dónde enterraron a su hermano y al que
podía haber sido su cuñado.
Según
entras en la necrópolis, de frente, en un cruce, allí los enterraron. No al
lado de la tapia, que allí yacen más muertos humillados, más allá. Lo recuerda con toda nitidez. Era una niña.
No
recuerdo, maldita sea, si su hermano o el que podía haber sido su cuñado, era
un joven de dieciséis años. Estaba en la cárcel del Palacio de la Audiencia, y
le ofrecieron escapar. No quiso. Él no había hecho nada. No tenía nada que
temer.
Lo
mataron.
Los
enterraron. La mujer que me lo relató, niña, junto con otra amiga, hermana del
otro muerto, sentadas en la tapia, estaban contentan ya que podrían ir a llevar
flores a sus hermanos. Sabían dónde estaban.
Su
alegría duró poco. Alguien las escuchó. Al día siguiente el terreno había sido
aplanado para quitar todo rastro.
Con
el tiempo, esta mujer se casó con el hermano del otro asesinado. ¡Perdieron a
sus hermanos y se encontraron ellos!
Nunca
más volví a hablar del "tema" con ella. No hacía falta.
Nada
de esto es fruto de mi imaginación. Absolutamente nada.
El
tiempo hace que los detalles se borren, pero las sensaciones permanecen en mí.
Siempre
vi a estas personas con un semblante mustio. Entonces lo comprendí.
Fueron
niños que vivieron el horror. Niños despreciados por los ganadores. Adultos que
siguen esperando un poco de justicia humana.
No
la han conseguido.
Aún
hoy, siguen atravesando calles y plazas que llevan el nombre de General Martín
Alonso o General Aranda y otros más.
No
levantan la cabeza del suelo. No quieren ver esos nombres. Han llorado a sus
muertos toda la vida. Asesinaron a los suyos, a ellos los denigraron y hay
quien no es capaz de quitar una puta placa de una fachada.
Vergüenza.
Muertos a los que siguen humillando by M. Santiago Pérez Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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