Publicado en La Nueva España el 14 de mayo de 2016
La
puerta y las ventanas están tapiadas. La escalera de acceso a la casa ya no
existe. Tampoco sobrevivió la caseta para los trastos. Las ortigas y los
arbustos se han adueñado del patio. La higuera, moribunda, resiste. Los perales
no.
La
casa, el patio, todo ha encogido.
La
casa era enorme. Tenía dos entradas y casi me daba un poco de miedo. Una gran
cocina, a la que se accedía desde la calle, era el centro de la vida. A la
izquierda una habitación. En un rincón de la cocina el baño. Eso es mucho
decir. Una puerta escondía una solitaria taza de váter. Frente a la puerta de
la calle una puerta daba acceso a los terrores nocturnos. Un pasillo. A la
izquierda una puerta siempre cerrada. Un poco más adelante estaba la otra
habitación y frente a ella, otra puerta cerrada. No nos estaba permitido el
acceso. Eso era de uso exclusivo de los propietarios. Pocas veces aparecieron
por allí. Yo no los recuerdo.
Las
peras y los higos nos estaban prohibidos. No entraban en el alquiler. Poco caso
hacíamos, sobre todo los niños. ¡No comáis muchos que nos van a reñir! ¡No
tiréis todas la peras, sólo unas pocas!
Los
sábados tocaba baño. Un gran barreño de zinc, en mitad de la cocina, hacía de
bañera. Luego cena: besugo con patatas fritas. El besugo hubo un tiempo que era
más barato que el pollo.
Las
casas de los alrededores, pegadas unas a otras, han corrido igual suerte. Me
parecen juguetes rotos. La tristeza me
inunda los ojos.
Recorro
la calle arriba y abajo. Está destrozada. Hace años, muchos, que nadie ha
mirado para ella.
No
estoy hablando de un pueblo recóndito. Les hablo de la calle Rayo y el
Mercadín. Zona de la muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena
ciudad de Oviedo. Y podemos añadir sin que nadie se ofenda – la realidad no
puede hacerlo – abandonada por los munícipes.
¡Qué
cortas las distancias! Aquellos recorridos que me parecían una aventura
arriesgada se han quedado reducidos a un pequeño paseo.
En
el Mercadín Alto las casas se cuentan por ruinas. Otras están habitadas y
mantenidas con decoro. Lo indecoroso es el entorno.
Los
recuerdos me desbordan. Las sensaciones me erizan el vello.
Fiesta
del Carmen en el prao enfrente de la casa.
Bolaños,
José Luis…Agapita, Julio el Pata, Pilar y su nieto Alfredín….inductora de
gaticidio. Nombres con caras desvaídas.
En
la explanada, enorme me parecía, donde estaba la tienda de Antón jugábamos al
bote en las tardes de primavera y verano. Un silbido. Dos silbidos. Salgo
pitando. Recado de mi padre. Al bar de
Quilo. Era alto, fuerte ¿gordo tal vez? No sé. Miraba hacia arriba y me topaba
con la mitad de la barra. Quilo asomaba la cabeza por encima para verme. Cogía
la botella y me la rellenaba: media de vino y media de gaseosa. La botella era
de La Casera, la de cristal con el tapón de porcelana. Y en ocasiones, un
paquete de Celtas. No muchas, se lo compraba en el estanco de la Tenderina,
dónde además le cambiaba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Se las
elegía por la portada y pocas veces me equivoqué.
Intentaron
llevarme a la escuela Donante, cuyo nombre yo no recordaba. No pudo ser. El
primer día me escape. Luego fue imposible llevarme. De esa me pasaron a una de la Avenida Torrelavega.
Una habitación en una casa particular. Mesas, sillas, un mapa de España y una
“maestra” con muy mala leche.
El
bar de Quilo ahí sigue. No ha cambiado. Sobrepaso la barra. Las emociones se me
disparan.
Frente
al bar lo que queda de una calle me lleva al Mercadín Alto. Desolación. Todo
está en ruinas. En esas casas estuve muchas veces. Allí jugué, me reí, lloré. Una
triste nostalgia me inunda. Un poco más allá otras viviendas me siguen llevando
al pasado. Están habitadas. El tiempo las ha tratado mejor. Por allí jugué al
gua. Todavía existían los banzones – muy residuales - y las canicas de vidrio
nos volvían locos. La destreza con la peonza o con el yo-yo daba prestigio
entre los amigos.
Calle
abajo, en dirección a la fábrica de El Cuco - ya estaba allí – había una
pequeña tienda. Las cosas de urgencia se compraban en ella, incluida el aceite
a granel. Enormes latas de pescado albergaban ¿arenques, sardinas? y se vendían
por unidades.
Más
abajo te dabas, y te das, con la iglesia San Francisco Javier. Comunión,
confirmación – creo que con Gabino Díaz Merchán – y luego la iglesia siguió por
su camino y yo por el mío.
Continuando
la calle llegaba a la escuela de Vetusta, hoy centro social. Pupitres de
madera, de dos en dos. Filas, mes de mayo, leche en polvo. Todos los niveles
mezclados. El recorrido desde casa a la escuela lo realizábamos solos. Fue mi
primera escuela pública. Hoy destacan las pintadas.
Todo
está mucho más viejo y deteriorado, yo también. Allí viví hasta los nueve años.
Jugábamos en la calle. Alguna vez nos pegábamos. Muchas nos reímos. Los mayores
nos podían reñir. Nos socializamos en la calle. Oviedo tan cerca y tan lejos.
El mundo rural a las puertas de la muy noble capital, una capital que nunca ha
sido buena con esta zona, con sus habitantes, y sigue sin serlo.
Sabor a olvido en el Rayo y el Mercadín by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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