Un ictus lleva al protagonista de
El río de las cenizas, de Rafael
Reig, a una residencia de ancianos de lujo. Desde ella reflexionará sobre su
vida, la vejez y las relaciones paternofiliales.
No es una novela poscovid, pero
hay una pandemia tratada con humor e ironía. Se narra los avances de la
enfermedad que se contagia por los oídos y los gorriones son los transmisores. La
gente combustiona por las calles. El portavoz gubernamental nos recuerda a
Fernando Simón, que quedará en la memoria de quienes padecimos la pandemia de
la COVID-19. No es una novela de la pandemia, pero la pandemia está en ella:«esta
peste sólo mata a los viejos y a los pobres, los que no tenemos utilidad» (pág.
185). Veamos otro ejemplo que creo que nos suena a todos: «La situación es
mucho peor de lo que creíamos. Según nuestros datos hemos sobrepasado la cifra
de setecientos muertos diarios. El sistema sanitario está sobrepasado. No
sabemos casi nada de la enfermedad ni de su tratamiento. Uno de cada veinte
hospitalizados sobrevive, pero todavía no hemos podido determinar por qué. En
fin, en vista de lo visto, nadie lo vimos venir» (pág. 197).
La novela está narrada en primera
persona por el protagonista que nos cuenta como son algunos de sus compañeros
de residencia. Así conocemos a una mujer que dirige una orquesta sin orquesta,
a un falso arquitecto u otra mujer que todos los días saca la maleta al pasillo
esperando por su marido muerto. Los personajes, muy reales, son tratados con
ternura. Todo el libro rezuma ternura con dosis de humor e ironía, que no
faltan en las obras de Reig y que resaltan esas características. Vean un
ejemplo de ese humor del escritor asturiano: «Apareció entonces un hombre
ventripotente –pero de culo escurrido y piernas como palillos, como suelen ser
en mi país los fanfarrones borrachos-, con la cara enrojecida, vestido con
vaqueros, botas, ancho cinturón y una camisa de cuadros que le quedaba
estrecha…».
El dinero, que muchos,
hipócritamente, dicen que no es tan importante tiene su relevancia en tanto
permite al protagonista pasar los últimos tiempos de su vida en un lugar
confortable y darse los caprichos que le apetecen. Nunca le faltan provisiones
de comidas que le apetece y sobre todo de bebidas. Siente predilección por la
ginebra. Lo deja claro cuando dice: «Ahora estoy cómodo, es una residencia
privada, nada barata. Casi parece un hotel, y nadie estamos en un estado
penoso, porque sólo permanecemos aquí mientras no lleguemos a una grave
incapacidad física o mental: luego nos despachan a lugares que espero no
conocer nunca» (pág. 15).
La vejez no es un tema en el que
se prodiguen los escritores. No es extraño ya que en la sociedad tampoco se
hace. El paso del tiempo, la degeneración del cuerpo y la muerte son temas sobre
los que se pasa de puntillas o simplemente no se tocan. No se deja que los
niños contemplen esa realidad de la vida que se termina. Se les preserva, o
mejor dicho se les engaña acerca de ella y así nos va.
Hay otra cuestión sobre la que se
habla aún menos, la sexualidad en la vejez. Llegados a cierta edad los más
jóvenes piensan que nos desprendemos del apetito sexual e incluso que no
practicamos sexo o peor aún, creen que es algo sucio que dos cuerpos con
achaques, arrugas y manchas puedan disfrutar. ¡No saben lo equivocados que
están!
Aunque no hay que negar que una
cosa son los apetitos carnales y otra la realidad que no siempre acompaña.
Veamos:«… me proporcioné un placer trabajosos, fugas y descorazonador. ¿Habrá
algo más triste, más frustrante, que hacerse una paja sin estar empalmado?
También somos así las personas mayores» (pág. 37).
Rafael Reig toca estos temas tabú, para
muchos, en una sociedad cada vez más apijotada.
La literatura es importante para
nuestro protagonista. Se compra libros de segunda mano que le sirven para
examinar la vida. Por las páginas de El
río de las cenizas nos encontraremos con Muerte en Venecia, de Thomas Mann, o Elogio de Helena y la Defensa
de Palamedes, de Gorgias, entre otros, lo que indica que es un hombre
culto.
De vez en cuando aparece una
breve disertación no muy alejada de la realidad, por no decir que se ajusta a
ella. Vean: «Ahora los nacionalismos son poco menos que la antesala de una
dictadura fascista. No tengo confianza en mis ideas, siento decirlo –siempre he
sido capaz de cambiarlas sin reparo por las de mi interlocutor-, menos aún en
lo que llaman opiniones o puntos de vista, que se los doy de barato a quienes
lo hayan menester» (pág. 66).
Las 254 páginas del libro dan
para más, sin olvidar que lo importante es la relación, o la falta de ella,
entre padre e hijo. El padre no quiere irse sin dejarle claro a su hijo que le
quiere a pesar de sus ausencias. El hijo, en la cincuentena, anda bastante
perdido y la presencia del padre le sirve de apoyo.
La vejez es la etapa de la vida
en la cual las personas nos liberamos de aquello que nos constriñe, el miedo.
«La vejez nos quita muchas cosas valiosas, la dentadura, la memoria, la
autonomía, las erecciones, los dientes, el oído y el pelo, entre otras cosas, pero
por fortuna también nos quita el miedo. Nosotros, ¿de qué vamos ya a tener
miedo? Y así nos hace por fin libres» (pág. 143). Por si no nos quedó claro
sigue: «Lo que nos impide ser libres es el miedo. Miedo a la muerte, al dolor,
a los dioses que hemos inventado, a los poderosos contra los que no nos
rebelamos, y sobre todo miedo a la libertad (por eso nos procuramos tantos
otros miedos» (pág. 144).
El río de las cenizas es un libro entretenido, con humor e ironía
que además, sí a los lectores les apetece, nos da para pensar.
Lo podrán encontrar en su
biblioteca pública o librería preferida.
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