Una sinfonía, a oídos de un
ignorante musical como yo, es algo perfecto. Tiene una estructura determinada, unos
ingredientes combinados cuyo resultado final suele ser algo hermoso que además
provoca placer. Ese término, sinfonía, lo aplicamos, en fin, para destacar la
excelencia de algo, en este caso de Una
Odisea: un padre, un hijo, una epopeya, libro cuyo autor es Daniel
Mendelsohn y traducido por Ramón Buenaventura.
Una Odisea: un padre, un hijo, una epopeya no es una novela, no es
un ensayo, no es una biografía, no es un estudio literario, no es un libro de
viajes, y, sin embargo, es todas esas cosas. En ella todo encaja, hasta el
título se ajusta a lo que nos encontraremos dentro. Los personajes son reales
por lo qué lo narrado adquiere más relevancia y fuerza.
La recomendación de una persona a
la que aprecio me acercó a este libro y estoy encantado por hacerle caso.
Gracias Carmen.
El protagonista es el propio
autor, Daniel Mendelsohn. Bueno, él y su padre. Tampoco es así. La Odisea, la de Homero, también es clave.
No puedo olvidar a la madre, quien teniendo un papel secundario ejerce de nexo
entre padre e hijo. El libro está dedicado a ella.
A través de la Odisea, y su interpretación, Mendelsohn
nos cuenta la relación con su padre, con el que tiene unos vínculos poco
afectuosos. La ficción se circunscribe a la obra de Homero. Un seminario,
impartido por Daniel, para estudiar el poema épico griego, con la presencia
paterna, es el escenario principal que incluye el viaje de ambos a la Grecia
homérica. ¿Daniel es Telémaco y Jail, su padre, Odiseo?
No esperen una historia
lacrimógena ni sentimentaloide, para nada.
El propio autor nos va dando
pistas, desde el primer momento, de lo que nos vamos a encontrar. La división
por capítulos que realiza es también una declaración de intenciones.
“El protagonista de esta enorme
epopeya de viajes [la Odisea] en el
dolor, el espacio y el tiempo, es, literalmente, “el hombre del dolor”. Es el
hombre que viaja, el hombre que sufre” (página 39). Y no sólo se refiere a Odiseo. “Este relato,
pues, nos habla de esposos y esposas, pero también, quizá en mayor medida, de
padres e hijos” (página 39).
Ya estamos centrados.
No se queda ahí. Nos explica la
estructura de la Odisea, que es la
que aplica a su libro: “Y, por consiguiente, la composición anular, que a
primera vista puede parecer una digresión, se nos muestra como un medio eficaz
para que un relato abarque el pasado y el presente, e incluso el futuro, a
veces –porque algunos “anillos” pueden proyectarse hacia delante, avanzando
acontecimientos que ocurren después
de la conclusión del relato principal-. De este modo, un relato único puede
contener la biografía entera de un personaje” (página 52).
Esos círculos que Mendelsohn crea
nos desplazan con placidez por la historia que narra. No hay sobresaltos. La
relación entre padre e hijo se superpone con la Odisea, y al contrario, como en esa sinfonía en la que cada
instrumento se incorpora sin notas discordantes hasta formar una melodía que
nos embelesa.
Siendo directo, que no crudo,
Daniel Mendelsohn se expone al mundo. Realiza un viaje de reconocimiento
personal en el que le acompaña su padre, quién condicionó su vida y a través de
este viaje intenta acercarse y, sobre todo, entenderle: “Según fui cumpliendo
años, llegué a comprender que todo, para él, formaba parte de un conflicto
enorme, casi cósmico” (página 53). “De
modo que durante muchos años le tuve miedo” (página 55). No está pasando
factura, expone un hecho. A continuación lo justifica: “Cierto que en aquella
época también me escondía de otras muchas cosas: era un adolescente gay,
estábamos en los setenta y vivíamos en una zona residencial” (página 55).
Desde el presente va
interpretando y asumiendo el pasado: “Mi resentimiento por la dureza de mi
padre, por su insistencia en que la dureza era el sello distintivo del mérito,
en que todo placer era sospechoso y en que lo bueno era el trabajo duro, ahora
me resulta irónico, porque sospecho que estas mismas cualidades fueron lo
primero que me pareció atractivo en el estudio de los clásicos” (página 56).
La senda por la que se va a mover
Una Odisea: un padre, un hijo, una
epopeya ya está marcada.
La madre de Mendelsohn, sin
ocupar mucho protagonismo en la historia, se intuye como una figura equilibradora
de la vida familiar y sobre todo en la de su padre. En las páginas finales
tenemos una mayor aproximación a su personalidad, incluso realiza alguna
confesión a su hijo: “De manera que estábamos en la cama una noche, tu padre y
yo, y empezamos, y yo le cogí la mano y mano y le dije: “Jay, quiero que me
coloques la mano aquí. Y tu padre se me quedó mirando y me soltó: “¡No me digas
tú a mí lo que tengo que hacer!” (página 353).
Jay se va mostrando a su hijo
desde varias perspectivas: “El momento en que mi padre volvió a recostarse en
su asiento, tras haber reconocido que la Odisea
acertaba en algo, que en las parejas hay secretos que, en última instancia,
actúan como fundamento matrimonio,
secretos que ni siquiera los hijos de ese matrimonio conocen…” (página 351).
Hay otro tema que surge de forma
constante: la enseñanza. Su preocupación por la docencia queda patente a lo
largo del libro: “En realidad, uno nunca sabe adónde nos llevará la enseñanza;
quién la escuchará y, en ciertos casos, quién será el que enseñe” (página 377).
Vuelve una y otra vez sobre la
teoría y la práctica de la enseñanza: “Pero es que la educación, la pedagogía,
conducir a un niño al conocimiento,
es un proceso delicado e impredecible, un proceso cuyos mecanismos suelen
resultar tan misteriosos para el alumno como para el maestro” (página 329).
El descubrimiento de los
recovecos de la Odisea avanza a la
par que se nos va desvelando la figura paterna. En las páginas 346-347 se
recogen los momentos en los que Jay enferma. La manifestación de la enfermedad
y sus efectos iniciales se entremezclan con algo tan prosaico como es la
descripción física de la habitación de su padre, y sin embargo, es mucho más
que la mera descripción física de una cama, una cómoda o un espejo. Esos
objetos y la pérdida de capacidades se convierten en parte de la imagen
paterna. Me parecieron dos páginas muy gráficas a la vez qué sentidas.
La profundización en el
descubrimiento del padre intensifica el reconocimiento personal de Daniel
Mendelsohn: “Y luego solo sentí tristeza. Tuvo miedo, le faltó seguridad, o
ambas cosas. Yo también había tenido miedo, yo también me había sentido
inseguro. ¿Había alguna diferencia?” (página 365).
Y llega el remate final, que cómo
en todo estudioso, nos es inmutable si no que queda abierto a incertidumbres: “Pasé revista en la mente a todas las cosas que a lo largo de
los años creí mantener ocultas a mi padre y que, sin embargo, él supo siempre.
Y ¿por qué no? Él me hizo. Un padre hace a su hijo de su propia carne y de su
propia mente, y luego lo moldea según sus ambiciones y sus sueños, sus fallos y
sus crueldades también. Pero el hijo, aunque es de su padre, no puede conocer
totalmente a su padre, porque este lo precede. Su padre siempre ha vivido ya
mucho más que el hijo; tanto, que el hijo nunca puede alcanzarlo, nunca puede
saberlo todo. No es extraño que los griegos pensaran que son pocos los hijos
capaces de igualar a sus padres; que casi todos se quedan cortos, que muy pocos
los superan. No es cuestión de valor, es cuestión de conocimientos. El padre
conoce entero al hijo, pero el hijo nunca puede conocer al padre” (página 399).
Las propias palabras del autor, como pueden ver, dan una idea de lo que es Una Odisea: un padre, un hijo, una epopeya. Me gustó, me ilustró, me
emocionó. Está muy bien escrito y es entretenido. No se le puede pedir más. Daniel Mendelsohn creó una obra
perfectamente afinada que llega al corazón.
Un hermoso y doloroso viaje by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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