Su caminar absorto no le impedía
esquivar los obstáculos de la calle. Su mirada, perdida, le hacía parecer un
autómata. Seguro que se encontraba en otro espacio y tiempo, pero ni yo le iba
a preguntar en cuál ni él me lo diría. Dos extraños nos cruzamos y ahí se acabó
todo.
Su pelo negro, largo y un poco
rizado, se notaba que hacia tiempo que no había sido visitado nada más que por
el agua de lluvia. La barba –poblada sin llegar a ser larga- denotaba un
descuido de muchas semanas. Cubierto con una cazadora de color indefinido, a juego con unos pantalones de la misma gama
cromática, deambula de un lado a otro. No parecía tener destino, ese lo eligen
sus pies y su estómago.
Es la segunda vez que lo veo. La
primera estaba tumbado en un portal de una casa en ruinas. A su lado, los
restos de unos papeles quemados le sirvieron de alivio temporal. No hay vestigios de comida. Tampoco ninguna botella vacía. Dormía a la entrada de la casa, tal
perro guardián, aunque no había nada que proteger.
No tengo ni idea de su edad.
¿Cuarenta, cuarenta y cinco? No lo sabré nunca. No le hablaré. Si me lo vuelvo
a cruzar en la calle me apartaré, no vaya a ser…Luego sentiré lástima y al cabo
de cinco minutos seguiré viviendo mi vida. Él la suya la debió dar por perdida.
Un extraño o mi otro yo por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
Nuestro otro yo, ahí está y ahí va a seguir, puede que no sea el mismo, será otro; será habitual y lo peor es que cada día serán más, hombres y mujeres, con los que nos cruzaremos, miramos y seguimos. Pensabamos que esto sólo se ve en las grandes ciudades, pero a pesar de que no existimos, ellos si no escuentran. Por el mismo motivo que los hacemos invisibles, también nosotros somos invisibles para el resto del mundo
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