8 jun 2018

Ya nadie canta que llueva, que llueva

Llueve. El gris del cielo se salpica con brochazos negros. Otro zurriagazo de agua. Para. Un pequeño claro. La gama de grises contrasta con la de verdes. No hay más colores.

Las caras se asemejan a ese cielo impasible. Los cuerpos chirrían. Las conversaciones se han reducido al tiempo y a los dolores corporales.

Gris y verde, verde y gris.

Los ríos, pletóricos, arrastran la inmundicia. Las rocas escupen el agua que no pueden contener. Paredes cubiertas de moho.

Calles silenciosas. No hay voces, no hay viejos, no hay niños. La tristeza es aún más triste.

El gris se oscurece. Los pájaros huyen. Todo se vuelve negro. El verde se ensombrece. Una pequeña brisa mueve las hojas. Una gota, otra. Cada vez son más y más orondas. Pierden el temor. Se desploman con fuerza, rebotan. Una tupida cortina me deja a ciegas.

Restriego la nariz contra el cristal y lo ensucio.  Esbozo un rictus que no llega a triste. ¿Resignado tal vez? Desesperado. Me absorbe como un agujero negro.

La sonrisa se apaga. El cuerpo se encamina a la rigidez cadavérica y el ánima hace tiempo que emigró a tierras más cálidas.

A hurtadillas llega la noche. Negro sobre gris. La cama acoge mi cuerpo inerte. Sudo por el peso de las mantas. La luz inunda mis sueños. Azul marino. Amarillo anaranjado.
Ya nadie canta que llueva, que llueva.

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