Hay títulos de libros que inducen al engaño. Este es el caso de El mapa de los afectos de Ana Merino, y que conste que no es culpa de la autora. Damos por sentado que con afecto se refiere a cariño cuando, y según el diccionario de la RAE, significa, entre otras cosas, cada una de las pasiones del ánimo, tanto el amor como la ira o el odio.
La autora es profesora en la
universidad de Iowa. Ha escrito nueve poemarios y varias obras de teatro y es
especialista en cómics. Esta es su
primera novela y con ella ha ganado el Premio Nadal 2020.
La historia se desarrolla en un
pequeño pueblo de la Iowa rural a lo largo de quince años, con una pequeña
incursión por España.
La narración discurre de forma
apacible, que no almibarada, en la que se nota la sensibilidad… no sé sí decir
poética. Pero no nos engañemos. Tras la delicadeza formal hay unas historias
muy reales y sobre todo muy crudas.
La aparición de los personajes va
dando lugar a nuevas historias que se entremezclan hasta darnos una visión de
conjunto, ese mapa de los afectos. Cada historia tiene su propia voz y casi sin
darnos cuenta tenemos la trama completa. Vamos, que es una novela coral.
Una amplia gama de pasiones están
representadas en El mapa de los afectos:
amor, celos, odio. No falta tampoco la muerte, unas cuantas muertes, el
asesinato, la prostitución, la violación, la homosexualidad y la homofobia, la
guerra, el feminismo o Dios. Sí lo leen verán que el panorama es aún más
amplio.
Dios, por cierto, no sale muy
bien parado: “Dicen que cuando el desamparo es muy profundo, el cerebro se
inventa a Dios” (página 40). La religión tampoco: “La habían vuelto más beata y
peor persona” (página 132). Los representantes terrenales de ese Dios son otros
que reciben un varapalo: “Aunque tuviera unos profesores con la mano muy larga,
obsesionados con Dios y el pecado” (página 133).
La mirada a la inmigración ilegal
deja también dolor y muerte: “El demonio estaba detrás de aquellas muertes. Los
mataba por gusto, aunque luego no pudiera arrastrarlos hasta el infierno porque
eran gentes de bien. Los mataba por fastidiar, porque eran pobres y en la
pobreza desesperada afilaba sus uñas y sus colmillos. Ella había visto al
demonio muchas veces haciendo daño, metiéndose en los cuerpos de los hombres
para que obraran mal y luego despedazarlos” (página 139).
La prostitución y su relación con
la drogadicción está recogida con realismo no exento de ternura: “Realmente les
estaba haciendo un favor a aquellas santas, aguantar las embestidas de esos
mastodontes era un sacrificio que solo compensaba la plenitud de una dosis de
heroína. Follar para drogarse, qué ecuación tremenda. Prostituirse para ser
feliz unos instantes. Qué mala suerte había tenido, la niña con más medallas”
(página 71). Pero también con toda su crudeza: “Hombres jeringuilla que
mezclaban su semen con el chute de heroína que se metía cada día” (página 72).
Siguiendo en esa línea de severa crítica al puterío: “Los cincuentones eran los
peores: sus cuerpos comenzaban una clara decadencia, pero se resistía a
aceptarlo. Hombres de matrimonios eternos de casi tres décadas que presumían de
la santidad de sus esposas mientras trataban de alcanzar el orgasmo” (página
70).
La homosexualidad y la homofobia
tienen su espacio: “El drama de un chaval de veinticinco años asesinado a
puñaladas por un grupo de homófonos que nunca fueron identificados” (página
132).
La dureza de las historias se
mantiene hasta el final. Vean otro ejemplo: “Padeció los malos tratos de un
esposo que volvía embriagado a casa casi todas las noches a propinarle palizas
monumentales. Menos mal que se murió de una cirrosis hepática y la dejó
tranquila” (página 135).
La amplitud de temas que trata se
merece que lean el libro y no que se lo cuente yo.
Sí quiero hacer referencia a un
asunto al que alude de forma también directa: el feminismo. No conozco la
postura personal de la autora, pero uno de los personajes, Diana P., tiene una
visión crítica: “Por lo visto – afirma el personaje – ese nuevo feminismo
consistía en hacer intercambiables a las mujeres. No importaban los méritos, la
etiqueta de mujer era suficiente” (página 156). Abunda en esa opinión: “Son
unas cínicas. No hay derecho, mamá, están abusando del sistema, se han
apropiado de la lucha de todas las mujeres para montarse el chiringuito. Se
escudan bajo un falso feminismo que terminará destruyendo el verdadero” (página
157).
No debemos establecer opiniones
que seguro que resultan infundadas. Las mujeres son las protagonistas. Tienen
un carácter muy definido y todas ellas, a su manera, son fuertes.
Tampoco quiero dejar mal a Diana
P. así que vean lo que dice en otro momento: “¿Quién defendía a las abuelas
negras de los barrios periféricos, rodeadas de nietos porque sus hijos estaban
en el cementerio atravesados por las balas? Esas sí que estaban jodidas y
merecían una revolución. O las niñas prostituidas en los confines turísticos de
los países asiáticos” (página 161).
Ven, la imagen de Diana P. ya es
otra.
Lo dicho, lo mejor que pueden
hacer es leerlo. Es un libro con muchas caras. Me gustó. Son 217 páginas de
lectura fácil, en lo formal, pero intensas.
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