Bevilacqua y Chamorro son
conocidos por todos los lectores de novelas policíacas y por una inmensa
mayoría de los lectores habituales. Estos dos picoletos han protagonizado una
docena de libros. El último es El mal de
Corcira. Lorenzo Silva, su autor, es uno de los escritores más populares en
España.
En esta ocasión Chamorro no acompaña
a Vila (Bevilacqua) aunque su presencia es constante. La acción transcurre en
Formentera, Ibiza y el País Vasco. La muerte de un exterrorista de ETA nos
conducirá al territorio del norte y a los primeros pasos de Vila como guardia
civil y su trabajo en la lucha antiterrorista.
Es la novela más larga de la
serie con 540 páginas. Tiene otra característica que la diferencia con las
otras: Vila se moja. Lo hace mientras nos cuenta sus vivencias en Euskadi y no
solo con respecto a la lucha antiterrorista, también nos deja retazos de su
forma de entender la vida que no es otra cosa que la ideología.
Los más jóvenes han oído hablar
de ETA como algo lejano, pues están muy equivocados. La banda terrorista
anunció el abandono de las armas el 20 de octubre de 2011.
Somos muchos los que nos
acordamos de los despiadados asesinatos, de las lágrimas y del miedo. También
recordamos, algunos, como hubo quienes se aprovecharon políticamente de tanta
sangre y durante años estuvieron callados. Los muertos no eran de los suyos. En
los años que salíamos a un asesinato por semana los silencios dolían. No
olvidaré a Xavier Arzallus y Joseba Egibar y sus comentarios.
Vila también rememora aquellos
dolorosos silencios e incluso las justificaciones: “Me dije que tampoco me iba
a ser lícito borrar de mi memoria a aquella gente que había sido capaz de ver a
un niño arrastrarse sin acercarse a socorrerlo; aquella gente que nos miraba
desde lejos y desde fuera, que no sentía nada o que a lo mejor creía tener –o
tenía, qué más daba- la excusa del horror y del miedo para abstenerse de
comportarse como dictaba el imperativo de la más elemental misericordia. Porque
ellos, su inacción, su silencio, su bendición implícita, eran el mal tanto como
el odio y el gatillo y la pólvora que habían empujado las balas” (página 289).
Hasta la década de los 90, del
siglo pasado, los etarras se refugiaban en el “santuario” francés. El
desconocimiento de la realidad española y las reticencias dejadas por el
franquismo no contribuyeron a mejorar la situación. Francia y el resto de
Europa tardaron en darse cuenta de que los etarras eran terroristas: “La
ventaja con la que habían contado los etarras, frente a otros émulos europeos
de esas aventuras lejanas, era la pervivencia en España de un régimen de corte
autoritario y cintura inexistente, que reaccionó a sus acciones inaugurales con
represión ciega y estados de excepción. Eso permitió a la organización adquirir
en sus primeros años un lustre de luchadora por la libertad que tardaría en
perder a ojos de la opinión extranjera someramente informada, esto es, del
grueso de la opinión foránea respecto de problemas que se sienten como ajenos”
(página 146).
Vila abunda en el tema: “Quince
años después de la muerte de Franco, y aun integrada en la Unión Europea, a
España le seguía siendo difícil hacer ver al otro lado de los Pirineos que su
posición era legítima y que los que negaban la democracia eran quienes ponían
bombas y no tenían reparo en matar con ellas a uniformados, civiles, mujeres o
niños” (página 346).
A los más jóvenes les pueden
parecer exageraciones e incluso películas de viejos o peor aún, pueden
desconocer esa parte de nuestra historia reciente. Quienes visitaron en aquellos
tiempos Euskadi pudieron comprobar que el miedo se mascaba y la desconfianza se
veía en las miradas. Las calles de Euskadi a las diez de la noche estaban
desiertas. Daba miedo. La muerte era algo real y podía estar a la vuelta de la
esquina.
No faltan las referencias a los
maltratos en los cuarteles. No hace sangre. Pasa muy de puntillas por la
cuestión. Sobre algunos aspectos Vila tiene pocas dudas: “…las acciones de los
GAL, el grupo parapolicial que bajo la instigación de altas instancias
gubernamentales había suprimido años atrás a un par de docenas de miembros de
ETA…” (página 436). Cuando habla de Intxaurrondo es otro cantar: “Su pacto de
silencio [refiriéndose a Intxaurrondo] no tenía más fisuras que los comportamientos
extraños que a veces mostraban. Y es que, como una vez le oí decir
enigmáticamente a un veterano, cuando te dan patente de corso y la ejerces un
tiempo, cuesta discernir cuáles son los límites que tiene esa licencia, y
acabas usándola fuera de ellos” (página 436).
En este aspecto de las torturas
por parte del cuerpo de seguridad solo hace mención a unas hostias y ahí se
acabó el tema. No se menciona, ni por alusiones, que el general de brigada Enrique
Rodríguez Galindo fue condenado en el año 2000 a 71 años de prisión
por secuestro y asesinato mientras era el responsable del cuartel de
Intxaurrondo. En fin, eso sería pedirle a Vila demasiado.
Rubén Bevilacqua va por el manual
del buen guardia: “Y ni a ti ni a mí nos toca resolver si tienen motivos, si están
enfermos o si, como dijiste antes, son unos hijos de puta. Lo que a ti y a mí
nos toca es atraparlos, desarmarlos y limpiar las calles de este país, el vasco
y el que va más allá del vasco, de su presencia. Porque infringen la ley,
impiden a los ciudadanos vivir con seguridad y los amedrentan a diario” (página
338).
Las investigaciones de Vila y
Chamorro están pegadas a la realidad en que Silva las pasa al papel. Los
acontecimientos políticos de Cataluña también salen a colación: “Disimulé a
duras penas mi alivio. Aunque el autogobierno catalán estaba intervenido por el
Estado, sin que nadie le opusiera resistencia, el debate acerca de la intentona independentista de
aquel otoño –con el referéndum ilegal, la desdichada imagen de nuestros
antidisturbios y los de la Policía enfrentándose a los votantes secesionistas y
lo que vino luego, la declaración de independencia y la fuga de su artífice-
seguía siendo tan visceral como desolador. Era una cuestión en las que no me
sentía en sintonía con nadie. No tenía el menor deseo de explorar cuánto y cómo
discrepaba al respecto mi coronel” (página 111).
Los personajes toman partido:
“Por lo de Cataluña. Después de que los Mossos no os apoyaran en el fregado ese
en el que os metieron con lo del referéndum. Se nota un recelo que llega hasta
nosotros. Los policías autonómicos ya no somos de fiar para muchos. Mal favor
nos han hecho los que se creyeron que iban a montar una república así como así.
Y los que llevando una placa se olvidaron de que obedecer a los jueces, te
guste o no lo que te manden, es lo que al final te diferencia de un tipo con
pistola” (página 460).
Siguiendo en esa línea de apego a
la realidad, veamos un par de ejemplos de referencias a temas que parecen
sacados de las páginas de los periódicos de hace muy poco tiempo: “Y ha sobrado
tapar los fallos y las grietas con guardias civiles y policías. No somos el
mejor relleno de la fractura social. No lo hemos sido nunca, por mucho que al
ponérsela delante el guardia o el poli de turno se esmere en medir. Y siempre
habrá alguno que no mida” (página 222).
Y esta otra parece que hace
referencia a los problemillas que tuvo últimamente el ministro de Justicia: “Ya
sabes cómo va esta empresa. Cada uno sabe lo que tiene que saber, y no más.
También vale para mí: cuando tenemos una operación delicada contra políticos
chorizos, con orden judicial, me avisan pero me dicen lo mínimo imprescindible,
y al director general y al ministro yo les digo menos todavía, y cuando ya no
pueden reaccionar. Si lo hiciera de otra manera podrían avisar al malo y el
juez me partiría las piernas a mí, con toda la razón. El servicio y la ley ante
todo” (página 371).
Clavado ¿a qué sí?
No recuerdo que Vila se moje
tanto como en esta ocasión: “Había quien auguraba que esa contradicción clamorosa
del capitalismo conduciría a su fatal implosión. Había quien con ese discurso
llegaba incluso al Parlamento y se sentaba, airado y desafiante, entre los
desconcertados padres de la patria” (página 65).
Hay que recordar que Bevilacqua
es psicólogo y buen lector, por lo que tampoco es de extrañar su forma de
expresarse. Con este personaje Silva rompe con la imagen estereotipada del
guardia civil poco o nada ilustrado: “Antes de pagar el libro, me detuve a
hojearlo, esa sensación cada vez más olvidada de examinar un objeto
potencialmente valioso, en la propia mano y hecho materia ante uno, en lugar de
revisar una ficha digital en una página web que sólo ofrece la imagen de una
portada y como mucho un extracto o un avance” (página 268).
La lucha contra ETA fue terrible.
Los guardias civiles y los policías nacionales dejaron muchos muertos en el
camino, incluidos familiares. El ensañamiento de los terroristas los alejó de
cualquier atisbo de humanidad. Fue muy jodido ver como muchos ciudadanos
jaleaban aquella orgía macabra de sangre.
Hay una frase de Vila que bien
puede servir a modo de conclusión: “Ganamos y perdieron, sí. No sé si salió
siempre bien” (página 55).
Como todas las anteriores es una
novela entretenida, con unos personajes conocidos pero que en esta ocasión
tiene el extra de narrar sobre una época que nos hizo llorar.
Bevilacqua y la lucha contra ETA by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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