29 jul 2020

Bevilacqua y la lucha contra ETA


  Bevilacqua y Chamorro son conocidos por todos los lectores de novelas policíacas y por una inmensa mayoría de los lectores habituales. Estos dos picoletos han protagonizado una docena de libros. El último es El mal de Corcira. Lorenzo Silva, su autor, es uno de los escritores más populares en España.

  En esta ocasión Chamorro no acompaña a Vila (Bevilacqua) aunque su presencia es constante. La acción transcurre en Formentera, Ibiza y el País Vasco. La muerte de un exterrorista de ETA nos conducirá al territorio del norte y a los primeros pasos de Vila como guardia civil y su trabajo en la lucha antiterrorista.

  Es la novela más larga de la serie con 540 páginas. Tiene otra característica que la diferencia con las otras: Vila se moja. Lo hace mientras nos cuenta sus vivencias en Euskadi y no solo con respecto a la lucha antiterrorista, también nos deja retazos de su forma de entender la vida que no es otra cosa que la ideología.

  Los más jóvenes han oído hablar de ETA como algo lejano, pues están muy equivocados. La banda terrorista anunció el abandono de las armas el 20 de octubre de 2011.

  Somos muchos los que nos acordamos de los despiadados asesinatos, de las lágrimas y del miedo. También recordamos, algunos, como hubo quienes se aprovecharon políticamente de tanta sangre y durante años estuvieron callados. Los muertos no eran de los suyos. En los años que salíamos a un asesinato por semana los silencios dolían. No olvidaré a Xavier Arzallus y Joseba Egibar y sus comentarios.

  Vila también rememora aquellos dolorosos silencios e incluso las justificaciones: “Me dije que tampoco me iba a ser lícito borrar de mi memoria a aquella gente que había sido capaz de ver a un niño arrastrarse sin acercarse a socorrerlo; aquella gente que nos miraba desde lejos y desde fuera, que no sentía nada o que a lo mejor creía tener –o tenía, qué más daba- la excusa del horror y del miedo para abstenerse de comportarse como dictaba el imperativo de la más elemental misericordia. Porque ellos, su inacción, su silencio, su bendición implícita, eran el mal tanto como el odio y el gatillo y la pólvora que habían empujado las balas” (página 289).

  Hasta la década de los 90, del siglo pasado, los etarras se refugiaban en el “santuario” francés. El desconocimiento de la realidad española y las reticencias dejadas por el franquismo no contribuyeron a mejorar la situación. Francia y el resto de Europa tardaron en darse cuenta de que los etarras eran terroristas: “La ventaja con la que habían contado los etarras, frente a otros émulos europeos de esas aventuras lejanas, era la pervivencia en España de un régimen de corte autoritario y cintura inexistente, que reaccionó a sus acciones inaugurales con represión ciega y estados de excepción. Eso permitió a la organización adquirir en sus primeros años un lustre de luchadora por la libertad que tardaría en perder a ojos de la opinión extranjera someramente informada, esto es, del grueso de la opinión foránea respecto de problemas que se sienten como ajenos” (página 146).

  Vila abunda en el tema: “Quince años después de la muerte de Franco, y aun integrada en la Unión Europea, a España le seguía siendo difícil hacer ver al otro lado de los Pirineos que su posición era legítima y que los que negaban la democracia eran quienes ponían bombas y no tenían reparo en matar con ellas a uniformados, civiles, mujeres o niños” (página 346).

  A los más jóvenes les pueden parecer exageraciones e incluso películas de viejos o peor aún, pueden desconocer esa parte de nuestra historia reciente. Quienes visitaron en aquellos tiempos Euskadi pudieron comprobar que el miedo se mascaba y la desconfianza se veía en las miradas. Las calles de Euskadi a las diez de la noche estaban desiertas. Daba miedo. La muerte era algo real y podía estar a la vuelta de la esquina.

  No faltan las referencias a los maltratos en los cuarteles. No hace sangre. Pasa muy de puntillas por la cuestión. Sobre algunos aspectos Vila tiene pocas dudas: “…las acciones de los GAL, el grupo parapolicial que bajo la instigación de altas instancias gubernamentales había suprimido años atrás a un par de docenas de miembros de ETA…” (página 436). Cuando habla de Intxaurrondo es otro cantar: “Su pacto de silencio [refiriéndose a Intxaurrondo] no tenía más fisuras que los comportamientos extraños que a veces mostraban. Y es que, como una vez le oí decir enigmáticamente a un veterano, cuando te dan patente de corso y la ejerces un tiempo, cuesta discernir cuáles son los límites que tiene esa licencia, y acabas usándola fuera de ellos” (página 436).

  En este aspecto de las torturas por parte del cuerpo de seguridad solo hace mención a unas hostias y ahí se acabó el tema. No se menciona, ni por alusiones, que el general de brigada Enrique Rodríguez Galindo fue condenado en el año 2000 a 71 años de prisión por secuestro y asesinato mientras era el responsable del cuartel de Intxaurrondo. En fin, eso sería pedirle a Vila demasiado.

  Rubén Bevilacqua va por el manual del buen guardia: “Y ni a ti ni a mí nos toca resolver si tienen motivos, si están enfermos o si, como dijiste antes, son unos hijos de puta. Lo que a ti y a mí nos toca es atraparlos, desarmarlos y limpiar las calles de este país, el vasco y el que va más allá del vasco, de su presencia. Porque infringen la ley, impiden a los ciudadanos vivir con seguridad y los amedrentan a diario” (página 338).

  Las investigaciones de Vila y Chamorro están pegadas a la realidad en que Silva las pasa al papel. Los acontecimientos políticos de Cataluña también salen a colación: “Disimulé a duras penas mi alivio. Aunque el autogobierno catalán estaba intervenido por el Estado, sin que nadie le opusiera resistencia, el debate  acerca de la intentona independentista de aquel otoño –con el referéndum ilegal, la desdichada imagen de nuestros antidisturbios y los de la Policía enfrentándose a los votantes secesionistas y lo que vino luego, la declaración de independencia y la fuga de su artífice- seguía siendo tan visceral como desolador. Era una cuestión en las que no me sentía en sintonía con nadie. No tenía el menor deseo de explorar cuánto y cómo discrepaba al respecto mi coronel” (página 111).

  Los personajes toman partido: “Por lo de Cataluña. Después de que los Mossos no os apoyaran en el fregado ese en el que os metieron con lo del referéndum. Se nota un recelo que llega hasta nosotros. Los policías autonómicos ya no somos de fiar para muchos. Mal favor nos han hecho los que se creyeron que iban a montar una república así como así. Y los que llevando una placa se olvidaron de que obedecer a los jueces, te guste o no lo que te manden, es lo que al final te diferencia de un tipo con pistola” (página 460).

  Siguiendo en esa línea de apego a la realidad, veamos un par de ejemplos de referencias a temas que parecen sacados de las páginas de los periódicos de hace muy poco tiempo: “Y ha sobrado tapar los fallos y las grietas con guardias civiles y policías. No somos el mejor relleno de la fractura social. No lo hemos sido nunca, por mucho que al ponérsela delante el guardia o el poli de turno se esmere en medir. Y siempre habrá alguno que no mida” (página 222).

  Y esta otra parece que hace referencia a los problemillas que tuvo últimamente el ministro de Justicia: “Ya sabes cómo va esta empresa. Cada uno sabe lo que tiene que saber, y no más. También vale para mí: cuando tenemos una operación delicada contra políticos chorizos, con orden judicial, me avisan pero me dicen lo mínimo imprescindible, y al director general y al ministro yo les digo menos todavía, y cuando ya no pueden reaccionar. Si lo hiciera de otra manera podrían avisar al malo y el juez me partiría las piernas a mí, con toda la razón. El servicio y la ley ante todo” (página 371).
  Clavado ¿a qué sí?

  No recuerdo que Vila se moje tanto como en esta ocasión: “Había quien auguraba que esa contradicción clamorosa del capitalismo conduciría a su fatal implosión. Había quien con ese discurso llegaba incluso al Parlamento y se sentaba, airado y desafiante, entre los desconcertados padres de la patria” (página 65).

  Hay que recordar que Bevilacqua es psicólogo y buen lector, por lo que tampoco es de extrañar su forma de expresarse. Con este personaje Silva rompe con la imagen estereotipada del guardia civil poco o nada ilustrado: “Antes de pagar el libro, me detuve a hojearlo, esa sensación cada vez más olvidada de examinar un objeto potencialmente valioso, en la propia mano y hecho materia ante uno, en lugar de revisar una ficha digital en una página web que sólo ofrece la imagen de una portada y como mucho un extracto o un avance” (página 268).

  La lucha contra ETA fue terrible. Los guardias civiles y los policías nacionales dejaron muchos muertos en el camino, incluidos familiares. El ensañamiento de los terroristas los alejó de cualquier atisbo de humanidad. Fue muy jodido ver como muchos ciudadanos jaleaban aquella orgía macabra de sangre.

  Hay una frase de Vila que bien puede servir a modo de conclusión: “Ganamos y perdieron, sí. No sé si salió siempre bien” (página 55).

  Como todas las anteriores es una novela entretenida, con unos personajes conocidos pero que en esta ocasión tiene el extra de narrar sobre una época que nos hizo llorar.




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