Hay personas que no viajan por
miedo o que se aferran a un destino, en el solar patrio, en el que se
encuentran muy «agustito». Establecen fronteras estéticas, gustativas,
olfativas, lingüísticas… todas ellas mentales. Un país extranjero no les aporta
nada salvo para comparar y, faltaría más, siempre salen perdiendo. Lo que
desconocen les produce tal desasosiego que en ocasiones acaba en miedo y de ahí
al odio sólo hay un pasito.
Cuando son otros quienes se
acercan a nosotros establecemos una clasificación en función de su estatus
económico. A más pasta más estimación social. Si llegan en patera están
jodidos. Habrá quienes los machaquen con sus comentarios xenófobos y racistas.
Les acusaran de esquilmar la sanidad pública, de quitar puestos de trabajo a
los patrios o de recibir ayudas de cuatro cifras. Los odiadores defienden con
ardor la veracidad de estos y otros bulos. Eso sí, se les olvida quienes hacen
los trabajos que los españolitos no aceptan. Las grandes explotaciones
agrícolas sin esa mano de obra semiesclava verían pudrirse los frutos en los
campos. ¿Quién cuidaría a los mayores o enfermos por cuatrocientos euros al
mes? ¿Quién…?
Me viene a la memoria El Ejido y
su «mar de plástico». Lo de este pueblo da para un estudio sociológico. Allí
quedan patentes las contradicciones entre las ideas y la realidad. Por un lado
votan a la ultraderecha, que ganó por amplia mayoría en las elecciones
generales de 2019, y por otro utilizan mano de obra emigrante. Aunque bien pensado
no es nada raro. En El Ejido se produce una explotación sistemática de los
inmigrantes, muchos de los cuales son subsaharianos. Hace unos años pude ver
las condiciones de trabajo y vida a la que están sometidos y no creo que con el
tiempo haya mejorado. Me parece uno de los ejemplos más crudos, pero desde luego no es el único en España. Podríamos hablar de los que recogen fruta por Cataluña, fresas en Huelva o los
miles de trabajadores que se ganan la vida en pequeñas o medianas explotaciones
ganaderas.
Que nadie se rasgue las
vestiduras. Las investigaciones de los inspectores de trabajo están demostrando
las condiciones laborales y de vida de esas personas son penosas.
Los inmigrantes se han convertido
en una fuerza de trabajo imprescindible a los que la extrema derecha y una
ingente cantidad de españoles, cada día más, no quieren otorgar igualdad de
derechos.
Llegados a este punto, aunque no
creo que esa gente me lea, estarán pensando «pues lleva alguno para tu casa»
aunque añadirían varios insultos. Bueno, no, empezarían con insultos y
terminarían con más insultos.
En todo ese odio no cabe que se
trata de personas que huyen de la muerte o la miseria. La mayoría de los
odiadores no tendrían ni la milésima parte del coraje y arrojo de esos
migrantes.
El caso extremo es el trato que
dan esos «modélicos y patriotas» ciudadanos a los MENA (Menores Extranjeros No
Acompañados). Sus palabras, el desprecio con que las arrojan, resultan
repulsivas y carecen de cualquier atisbo de humanidad.
Si esto venía siendo el pan de
cada día en los últimos años, lo que está pasando en Ceuta ha roto las finas
barreras del pudor y vergüenza que les quedaba. Escucharles provoca desazón y
deja el cuerpo maltrecho a cualquiera que tenga un ápice de sensibilidad, de
racionalidad y de humanidad. Tras las maniobras políticas marroquíes hay, sobre
todo, una tragedia humanitaria.
El odio, el miedo, hace de
nosotros peores personas y son contagiosos.
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