Suena el timbre. Pasa un poco de
la una de la madrugada. Al poco rato se oyen unas pisadas y una puerta que se
abre. No pasa mucho tiempo y el timbre vuelve a sonar. Más movimiento en el
pasillo.
Se hace el silencio.
Timbre. Son las tres. En alguna
habitación hay ajetreo. Entradas y salidas. Pisadas rápidas, firmes. Una cama
se desplaza. Conversan pero no se entiende nada. Diez minutos más tarde vuelve
la calma.
Timbre, timbre, timbre.
Ha habido contagio. Pasos.
Puertas que se abren y se cierran. Desplazan algo. Mi oído se afina. Un
quejido. En otra habitación alguien habla muy alto. Trasiego. No sé que pasa.
Nada bueno.
Los ruidos se van diluyendo en la
noche. Solo queda un rurún de alguna máquina lejana.
El agotamiento cierra mis ojos.
La puerta se abre. Buenos días.
Allí está. Seis y diez de la mañana. La enfermera viene preparada para extraer
sangre. No olvida la medicación. La rutina del día comienza.
La noche ha sido movida, como
muchas, pero las seis de la mañana, o un poco antes, es la hora en que el
hospital se activa a pleno rendimiento.
Sangre, temperatura, tensión,
orina, medicación. No hay habitación ocupada que no reciba su visita. Los
protocolos se cumplen.
Cuando lleguen las visitas
médicas todo estará listo.
Cogerán vías, sondarán, curarán
heridas que solo con mirarlas a la mayoría nos impresionan. Las de quirófano o cuidados intensivos son la
vanguardia de la enfermería.
Ahí están mis queridas
enfermeras.
La actividad no disminuye. Los
turnos se suceden y el trabajo no se acaba nunca.
El número de pacientes siempre es
muy similar, el personal que nos atiende cada vez es menos. Jornadas agotadoras,
pocos descansos y no hablemos de los salarios.
Unas sonreirán más, otras menos,
unas serán mejores que otras, pero ahí están, tratando con la más miserable de
las condiciones humanas: la enfermedad y la muerte.
Ellas, las enfermeras –siguen
siendo mayoría- y enfermeros, están las veinticuatro horas del día al lado del
enfermo. Son esa correa de transmisión imprescindible entre los médicos
especialistas y la buena curación de un paciente o, en el peor de los casos, la
muerte digna.
El personal sanitario público en su
conjunto, desde el médico al celador o personal de mantenimiento, merecen todo
mi respeto y admiración. Cuando los he necesitado han estado ahí y se han
comportado como lo que son: unos profesionales. La enfermedad y la muerte de
sus semejantes es su trabajo, nunca justamente valorado y recompensado. Tampoco
les importa, les puede más su vocación y sentido del deber.
En los momentos complicados de
una enfermedad es cuando vemos como la figura de las enfermeras y enfermeros se
agiganta en los hospitales. Habrá, como no, quienes tengan sus quejas ¡ya les
quisiera ver yo haciendo ese trabajo!
Hoy, 12 de mayo, es el Día
Internacional de la Enfermería, mis felicitaciones y todo mi cariño para ellos.
En lo personal solo puedo decir:
gracias, gracias, gracias por estar y hacer vuestro trabajo.
Mis queridas enfermeras by Santiago Pérez Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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