Viñeta de El Roto
La
deseaba tanto. Me causaba, no diré angustia, pero sí un profundo deseo. Quería
tener una. No eran muchos quienes las poseían, pero a mí se me iban los ojos
tras ellas. Suspiraba por una bicicleta.
Tendría
seis o siete años, más bien siete, y pedí a los Reyes una bicicleta. Me dijeron
que no podía ser.
Eran
malos tiempos. Mis padres acaban de “meterse” en un piso y tenían que ahorrar
hasta la última peseta. Sí, había pesetas. Oigan, que conocí los cincuenta
céntimos (de peseta), las perronas y las perrinas. Eran un rescoldo de los años
anteriores pero todavía había algunas y servían aún como moneda de pago. No echo
de menos las pesetas.
En
la década de los años 60, del siglo pasado, comprar un piso suponía a los trabajadores
un esfuerzo hercúleo. Para un albañil, mi padre lo era, entrañaba años de
esfuerzo y trabajo sin descanso. En aquella época muchas semanas lo veía los
domingos por la tarde, el resto de los días trabajaba doce, catorce horas. Solo tenía tiempo para poner ladrillos. No era el único. El
desarrollismo franquista no trajo mejoras si no más explotación, aberraciones
urbanísticas y pelotazos.
Vuelvo
a la bici. Los Reyes me prometieron que más adelante, cuando pudieran, me
traerían una. Lo acepté.
El
recuerdo está ahí, pero no me traumatizó. Pertenezco a esa generación que nos
educaron, los padres, sabiendo que no todo lo íbamos a poder conseguir, que
había que tener paciencia y que no todos podíamos tener lo que deseábamos. A su
manera tenían muy claro eso de las clases sociales. Que nadie se equivoque, no
eran tontos, ni se resignaban. Callaban porque no les quedaba más remedio.
Pasó
el tiempo, nunca volví a pedirla. Un día los Reyes, y no era Reyes, me dijeron
que me compraban la bicicleta. El tiempo había pasado, tal vez un par de años,
y aquel intenso deseo se había diluido. No os preocupéis ahora no me apetece
tenerla. Y no la compramos.
Ellos
cumplieron su palabra, a mí se me habían pasado las ganas.
Los
recuerdos con los años se hacen más vívidos. No te rías que a ti también te
pasará.
Me
acuerdo de un fuerte con indios y vaqueros. ¡Qué maravilla! Mucho jugué con él.
No olvido aquel cine Exin que durante unos minutos fue mío. Luego mudó a una
ambulancia. Aquellos Reyes, no los míos, se habían “equivocado” y el dolor que
me causaron fue terrible. Tuve que asimilarlo, pero nunca lo olvidé.
Los
nervios del día antes de Reyes quedaron impregnados en mi piel. Hoy mi pellejo
curtido aún siente hormigueo al ver a los niños en las cabalgatas. La emoción
infantil se traslada a los adultos y nos hace retroceder a nuestra infancia.
Lo
tienen todo, les sobra casi todo, pero les hemos inculcado esa “magia” y les
sigue pudiendo la curiosidad. El entusiasmo les durará, en la mayoría de los
casos, unos minutos, luego el juguete de turno será relegado a un rincón. Más
de un padre los disfrutará.
Hoy
la máxima aspiración, desde bien pequeños, se centra en los teléfonos móviles, tablets o videoconsolas. Aparatos poco
dados a la socialización.
Me
queda la duda si Papá Noel atenúa el deseo. Tal vez los cumpleaños, los santos,
los finales de curso, el ratoncito Pérez y no digamos las primeras comuniones
contribuyan a diluir la emoción. No lo sé.
Así
y todo, seguiré yendo a las cabalgatas y contemplaré las caritas emocionadas,
las miradas nerviosas y el habla atropellada de los niños. Es una de las pocas
cosas que merece la pena ver.
Otro
día, y por otros motivos, podré hablar de la Iglesia y sus tradiciones, hoy no
procede.
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