12 abr 2020

Divagaciones coronavíricas (31)

  Estoy aplaudiendo en la terraza. Son las ocho de la tarde, como cada día. Hemos olvidado de donde procede esta costumbre. No importa. El BOU (Boletín Oficial Universal) 2451-11345  nos instruye sobre nuestras nuevas obligaciones y conmina a continuar con esa ancestral tradición.

  Mi balcón es modesto. Tiene pocos metros, una mesa y dos sillas. Todos los que me rodean son parecidos. Vivo en un barrio modesto. Desde hace más de cien años, está documentado en Google, las viviendas del orbe tienen un mirador. La orden fue promulgada, en aquellos tiempos, por el Collegium Pontificum y ahí sigue. Aquel Collegium, por ese motivo, tiene un monumento dedicado en cada pueblo y ciudad del planeta.

  La verdad es que no tengo envidia a esos ricachones que tienen en la terraza una montonera de papel higiénico, otra no menor de harina y garrafas de lejía. Se lo pueden permitir y además sus galerías son como todo mi piso.

  No debo quejarme. Me podrían multar.

  Hay muchos súbditos obsesionados por poseer una más grande. Lo entiendo. Los comisarios de barrio eligen entre las mejores la ubicación de la megafonía que nos alegra cada tarde. Es un privilegio que otorga reconocimiento social y beneficios. Genera muchas envidias y rencores vecinales.

  No aspiro a nada de eso.

  Soy un mal ejemplo. Lo saben mis vecinos y cualquier persona lo puede comprobar. Solo tienen que acceder a mi biografía en la RMTI (Red Mundial de Telecomunicaciones Integradas) y comprobarán que no he recibido, jamás, ni una sola mención honorífica. Debo estar entre los ciudadanos peor valorados.

  Tengo pocas posibilidades de ascender socialmente.

  En mi SIyCP (Servicio de Información y Control Personal) recibo todas las semanas un informe exhaustivo de mis actividades en el que se me insta a mejora mis aptitudes y actitudes cívicas.

  Estoy preocupado, tengo que mejorar.

  Me gusta trabajar en casa. No necesito, como otros, desplazarme a la granja de trabajo. Con motivo de alguna fiesta oficial me acerco, pero no soy capaz de establecer relaciones duradera s.

 ¡Hasta mis contactos sexuales son esporádicos! Los físicos, el sexo virtual se me da bien, tengo varias parejas fijas.

  En los últimos meses han empezado a requisar los documentos en papel, que son una rareza en manos de coleccionistas y pocos más. Heredé de mis ancestros unas novelas, así las llamaban, que están consideradas peligrosas. Son mi tesoro. Tengo que reconocer que son historias inimaginables, horrendas y comprendo la preocupación del Collegium Pontificum. No es bueno difundir determinadas ideas. Solo les voy a decir que cuentan unas historias sobre una enfermedad mundial y sus consecuencias. Es un material muy peligroso, aunque sea fruto de la imaginación de nuestros antepasados. No resisto la tentación y de vez en cuando releo algún capítulo. Resulta incómodo hacerlo, es bastante aparatoso hacerlo, según se transmitió en mi familia los llamaban periódicos. Tienen también cosas muy graciosas. Poseían una gran imaginación.

  En el barrio tenemos un comisario muy enrollado. Creo que me ha conseguido permiso para unas vacaciones. ¡Una semana en un balneario! Y no he tardado tanto en lograrlo: cinco años. Mi padre tardo dieciocho años en conseguir su primer permiso vacacional. Estaría contento conmigo.

  A los setenta años lo trasladaron a una granja de recogimiento. Una vez a la semana teníamos una videoconferencia y estaba muy contento. Al año se produjo el apagón. Lo llevo en mi corazón.

  De mi madre no puedo decir mucho. A los tres años de mi nacimiento desapareció. Mi padre me contó muchas veces que era una luchadora, que decía lo que pensaba y que por eso tuvo que irse. No lo entendía y nunca quiso explicarme más.

  Estoy contento de vivir en estos días. No me falta de nada. El Collegium Pontificum cubre mis necesidades. Soy feliz con mi vida. Alguna vez pienso en mi futuro. Dentro de tres años cumpliré los setenta. Ya tengo adjudicada granja de recogimiento.

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