Hoy voy a contarles un cuento. Un
cuento como los de antes, con reyes y todo. Un cuento donde nada de lo que se
dice fue verdad pero tampoco fue mentira. Es simplemente un cuento.
Hace tiempo, mucho tiempo, había
en un remoto país un panadero que trabajaba duramente para sacar a su familia
adelante. Uno de sus hijos, el más pequeño, no quería trabajar en el molino con
el resto de sus hermanos. Él quería ser rey.
Juan, que así se llamaba, cada
vez que podía se escapaba y se iba hasta la corte para aprender a gobernar. No
quería trabajar, no quería estudiar. Solo quería ser rey. Esa era su aspiración
secreta.
El hijo del panadero, Juan, se
hizo mayor y con el tiempo consiguió un puesto de sirviente en la Corte. Allí
lo observaba todo. Aprendía cada gesto, cada palabra real.
El tiempo transcurrió y un buen
día el soberano murió. Lo hizo sin descendencia y el reino se alborotó. Todos
los súbditos se preguntaban ¿quién nos gobernará? ¿quién dirigirá el reino? El
miedo les había invadido.
Juan, poco a poco y casi sin que
nadie se diese cuenta, había alcanzado el puesto de mayordomo de palacio. Con
delicadeza empezó a tomar pequeñas decisiones. Hoy una, mañana dos y pasado
todas. Cuando los súbditos se dieron cuenta, Juan era imprescindible. Todos le
aclamaron como el nuevo rey.
Lo había conseguido. Había
logrado su sueño.
Rápidamente se puso manos a la
tarea. Había mucho que hacer. Las obras se multiplicaron por el reino. Todos
estaban felices. Nunca habían visto nada igual.
Juan, el rey, allí donde se
presentaba era agasajado como el salvador del país. Y Juan, ante esas
demostraciones de amor, crecía todos los días un poco más.
En las recepciones de palacio los
súbditos le pedían y el bueno del rey Juan se lo concedía todo y un poco más. Era
por el bien de su amado pueblo. Pero un día se dio cuenta de que las arcas
reales estaban exhaustas. Hacía mucho tiempo que no se cobraban los impuestos y
el reino necesita más dinero para acometer las obras.
Tras mucho cavilar, el rey Juan
comunicó a sus ministros que la solución era pedir un préstamo a los banqueros.
Era necesario, el reino lo necesitaba y tener algo de deudas no era malo ya que
el objetivo era deseable e imprescindible. Los cortesanos alabaron la sabiduría
real.
Las obras continuaron y con ellas
los préstamos. Uno tras otro. El reino estaba resplandeciente. Nunca se había
visto nada igual. Las fiestas se sucedían y todos eran felices. Juan ya no
entraba por las puertas.
Un día el Emperador hizo llamar
al rey Juan. Raudo se presentó ante el Sacro Emperador. Allí, Juan pudo
escuchar como le alababan su afán constructivo. Esto era más de lo que podía
imaginar. Él, el hijo de un humilde panadero era elogiado por su Eminencia.
Pero eso no fue todo. Su goce llegó al paroxismo cuando le pidieron que se
quedase en la capital del imperio como asesor áulico. No pudo negarse y regresó
a su reino a comunicar la buena nueva.
Se festejó con alborozo el
nombramiento y despidieron a su rey con todos los honores. Su sucesor le rindió
pleitesía y le ofreció su respeto eterno. Todo era perfecto. Aún se avecinaban
tiempos mejores.
Los años fueron pasando y los
pérfidos banqueros empezaron a reclamar su dinero y los intereses. El rey les
pedía paciencia y un poco más de tiempo. Escribió muchas cartas a Juan en busca
de ayuda y Juan, solícito, le respondía: no te preocupes, estoy en ello. Así
una vez y otra y otra vez. Pero un buen día los banqueros se presentaron ante
el Emperador y exigieron cobrar lo suyo. El Emperador embargó los bienes del
aquel reino y todos los súbditos se tuvieron que hacer cargo de las deudas.
Pero su enfado se pasaba cuando observaban las obras, todas tan hermosas que
cualquier sacrificio merecía la pena. Estaban ahí para verlas.
Mientras, Juan fue nombrado
cónsul en un lejano país en donde cada vez que se miraba el ombligo sonreía satisfecho.
El reino ya no era tan alegre y
festivo pero era muy bonito.
Y colorín colorado…
Cualquier parecido con la
realidad es mera coincidencia, tanto pasada, como presente o futura y es fruto
de una mente ociosa y calenturienta.
Un cuento imposible por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
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