14 dic 2012

Un cuento imposible



Hoy voy a contarles un cuento. Un cuento como los de antes, con reyes y todo. Un cuento donde nada de lo que se dice fue verdad pero tampoco fue mentira. Es simplemente un cuento.

Hace tiempo, mucho tiempo, había en un remoto país un panadero que trabajaba duramente para sacar a su familia adelante. Uno de sus hijos, el más pequeño, no quería trabajar en el molino con el resto de sus hermanos. Él quería ser rey.

Juan, que así se llamaba, cada vez que podía se escapaba y se iba hasta la corte para aprender a gobernar. No quería trabajar, no quería estudiar. Solo quería ser rey. Esa era su aspiración secreta.
El hijo del panadero, Juan, se hizo mayor y con el tiempo consiguió un puesto de sirviente en la Corte. Allí lo observaba todo. Aprendía cada gesto, cada palabra real.

El tiempo transcurrió y un buen día el soberano murió. Lo hizo sin descendencia y el reino se alborotó. Todos los súbditos se preguntaban ¿quién nos gobernará? ¿quién dirigirá el reino? El miedo les había invadido.

Juan, poco a poco y casi sin que nadie se diese cuenta, había alcanzado el puesto de mayordomo de palacio. Con delicadeza empezó a tomar pequeñas decisiones. Hoy una, mañana dos y pasado todas. Cuando los súbditos se dieron cuenta, Juan era imprescindible. Todos le aclamaron como el nuevo rey.
Lo había conseguido. Había logrado su sueño.

Rápidamente se puso manos a la tarea. Había mucho que hacer. Las obras se multiplicaron por el reino. Todos estaban felices. Nunca habían visto nada igual.
Juan, el rey, allí donde se presentaba era agasajado como el salvador del país. Y Juan, ante esas demostraciones de amor, crecía todos los días un poco más.

En las recepciones de palacio los súbditos le pedían y el bueno del rey Juan se lo concedía todo y un poco más. Era por el bien de su amado pueblo. Pero un día se dio cuenta de que las arcas reales estaban exhaustas. Hacía mucho tiempo que no se cobraban los impuestos y el reino necesita más dinero para acometer las obras.

Tras mucho cavilar, el rey Juan comunicó a sus ministros que la solución era pedir un préstamo a los banqueros. Era necesario, el reino lo necesitaba y tener algo de deudas no era malo ya que el objetivo era deseable e imprescindible. Los cortesanos alabaron la sabiduría real.

Las obras continuaron y con ellas los préstamos. Uno tras otro. El reino estaba resplandeciente. Nunca se había visto nada igual. Las fiestas se sucedían y todos eran felices. Juan ya no entraba por las puertas.

Un día el Emperador hizo llamar al rey Juan. Raudo se presentó ante el Sacro Emperador. Allí, Juan pudo escuchar como le alababan su afán constructivo. Esto era más de lo que podía imaginar. Él, el hijo de un humilde panadero era elogiado por su Eminencia. Pero eso no fue todo. Su goce llegó al paroxismo cuando le pidieron que se quedase en la capital del imperio como asesor áulico. No pudo negarse y regresó a su reino a comunicar la buena nueva.

Se festejó con alborozo el nombramiento y despidieron a su rey con todos los honores. Su sucesor le rindió pleitesía y le ofreció su respeto eterno. Todo era perfecto. Aún se avecinaban tiempos mejores.

Los años fueron pasando y los pérfidos banqueros empezaron a reclamar su dinero y los intereses. El rey les pedía paciencia y un poco más de tiempo. Escribió muchas cartas a Juan en busca de ayuda y Juan, solícito, le respondía: no te preocupes, estoy en ello. Así una vez y otra y otra vez. Pero un buen día los banqueros se presentaron ante el Emperador y exigieron cobrar lo suyo. El Emperador embargó los bienes del aquel reino y todos los súbditos se tuvieron que hacer cargo de las deudas. Pero su enfado se pasaba cuando observaban las obras, todas tan hermosas que cualquier sacrificio merecía la pena. Estaban ahí para verlas.
Mientras, Juan fue nombrado cónsul en un lejano país en donde cada vez que se miraba  el ombligo sonreía satisfecho.

El reino ya no era tan alegre y festivo pero era muy bonito.
Y colorín colorado…

Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, tanto pasada, como presente o futura y es fruto de una mente ociosa y calenturienta.

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Un cuento imposible por M. Santiago Pérez Fernández se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

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