2 jul 2020

Las noches de Ava en Madrid


  La última novela, de momento, de Manuel Vicent es la visión de España a través de la mirada de un joven aspirante a cineasta. David, así se llama, persigue por el Madrid nocturno de la dictadura, allá por la década del sesenta del siglo pasado, la sombra de Ava Gadner. En ese recorrido aparecerán los espectros del Jarabo o Hemingway que se mezclarán con Berlanga, Edgar Neville, Miguel Mihura y un montón de personas-personajes más. Con todos ellos obtenemos una fotografía de aquella España triste, pobre, cruel, repleta de muertos y torturados de la dictadura franquista. Ah, la novela se titula Ava en la noche. “Madrid de noche olía a Ava Gardner, cuyas juergas clandestinas estaban adornadas con atracos y asesinatos de altura” (página 47).

  De mano les reconozco mi debilidad por el autor. Su fina ironía, en ocasiones un poco más gruesa, me tiene enamorado.

  A la Guerra Civil le siguieron cuarenta años de opresión. Muchos españoles se vieron obligados a renunciar a sus creencias y se pasaron la vida representando un papel ficticio, les iba la vida en ello:  “En este caso serviría también para redimir la culpa de su padre, que de no ir a misa y de blasfemar en público, ahora se había apuntado a la Adoración Nocturna y convertido en un ferviente católico dispuesto a llevar también bajo palio al Caudillo como lo hacía en las procesiones con el Santísimo Sacramento. Otros rojos habían ido a la División Azul para salvar el pellejo. El padre de Manuel se había refugiado en la fe, y mientras en la mesa bendecía el cocido que le había dado el Señor, animaba a su hijo a hacerse cura o misionero para bautizar negritos y salvar almas, aunque en realidad solo pensaba en salvarse a sí mismo” (página 31).

  Lo de la iglesia católica y los curas es un tema recurrente en Manuel Vicent. “El cura enteco y borrachito con el bonete de cuatro puntas ladeado en el occipital fumando picadura selecta, que le pellizcaba el interior de los muslos después de ayudarle en misa y que le prometía darle un duro si se dejaba acariciar un poco el pequeño sexo con los dedos color marfil a causa de la nicotina” (página 178).

  La tragicomedia es continua y el personal con sotana da mucho juego: “- ¿La masturbación es la causa de que me salgan granos en la cara? Preguntó David por la única cuestión que le interesaba. - Mucho peor, hijo mío. Puedes volverte ciego” (página 40).

  Tras los Pactos de Madrid de 1953 entre EEUU y España los artistas hollywoodienses desembarcaron en estas tierras para rodar películas y pasárselo en grande por cuatro duros (miléniales acudir a san Google). Les importaba un pito la dictadura, las torturas o los fusilamientos. Ni siquiera a Hemingway le quitaba las ganas de beber y recorría los antros de Madrid con gran satisfacción y mucha sed. La visita del presidente Eisenhower a España, en 1959, fue el espaldarazo a la dictadura franquista y de ahí en adelante todo fue gloria para el régimen.

  Mientras unos, pocos, se divertían y hacían enormes fortunas, y parecía que todo era jauja, la realidad era más pedestre: “Pese a que los viandantes no paraban de soltar esputos verdosos en la acera y las calles estaban llenas de curas y militares, y de guardias de porra desdentados, en las grandes carteleras de los cines que ocupaban media fachada – Avenida, Palacio de la Música, Callao, Capitol, Palacio de la Prensa -, y en contraste con ese neorrealismo de las aceras, las actrices y los actores se besaban y los gánsteres empuñaban pistolas repletas de balas” (página 65).

  Los olores marcan la pobreza y la riqueza: “Todos los pobres huelen igual, todos los ricos huelen igual, pero cada ciudad tiene un olor distinto” (página 88). Eso sí, los tufos salen siempre del mismo lado:  “David se instaló como realquilado en un tercer piso sin ascensor de la calle de la Montera, llena de putas, en el corazón de la Gran Vía, cuya escalera olía a berza y repollo, según las pautas del realismo social” (página 53).

  Hoy muchos se quejan de compartir piso, y no digo que no tengan razón, pero no saben nada de los realquilados.  

  Algunos actuaban con total impunidad. Las extravagancias eran consentidas, las discrepancias políticas exterminadas. Vicent nos cuenta como la actriz Pilar Laguna paseaba un cachorro de león por Madrid y se lo llevaba al Café Gijón donde se encontraba con el mono Manolo, que el escultor Otero Besteiro llevaba atado por las calles y soltaba dentro del local para que estirara las patas. 

  España es el país de las ambivalencias: Belmonte o Joselito, rojos o azules, progresistas o conservadores… “De hecho, el Madrid nocturno se dividía en dos: los sitios en donde había bebido Ava Dardner y aquellos en los que había bebido Hemingway” (página 151).
  Por cierto, Fiesta y Por quién doblan las campanas no salen bien paradas, las considera novelas mediocres. Tampoco el autor estadounidense se libra de unos palos.

  En aquel Madrid eran muchos los que esperaban encontrarse con Ava para que, con mucha suerte, les otorgase sus placeres. Pocos fueron los elegidos, entre ellos el torero Luis Miguel Dominguín que lo pregonó a todos los vientos. Según se repite una y otra vez él, Dominguín, se levantó de la cama y Ava Gadner le preguntó: ¿A dónde vas? A lo que él respondió: ¡A contarlo! El torero manifestó tiempo después que la anécdota fue un invento de un amigo. Aunque, cómo en todo, hay quien relativiza los mitos. Así un ascensorista del hotel Castellana Hilton deja clara su opinión sobre “el animal más bello del mundo”: “Les advierto que no es para tanto. No merece la pena. No es nada del otro mundo”.
  Eso del “animal más bello del mundo” lo dijo Frank Sinatra. Al parecer Ava odiaba esa expresión.

  Las anécdotas son un ingrediente muy sabroso. ¿Verdad o invención? Algunas se pueden contrastar otras… Da igual, son jugosas.

  Manuel Vicent cuenta que en 1958 Bette Davis se comió gatos en un pueblo del Mediterráneo, creo que era Denia. Tal acontecimiento se produjo durante el rodaje de la película El capitán Jones dirigida por John Farrow y producida por Samuel Broston. La Davis era una carnívora impenitente, la carne se acabó en la zona y amenazó a Broston con dejar el rodaje, este contó sus cuitas al dueño de un bar al cual se le ocurrió darle gato por liebre. Y así fue, cazaron gatos que Bette Davis se tragó con sumo placer.
  Esta historia ya la narró Vicent en un artículo de El País el 25 de marzo de 2001, titulado Todo es cine, recogido posteriormente en Nadie muere la víspera – recopilación de artículos publicado en 2004 -.

  La vida política… no la había. Ya lo dijo Franco a sus ministros: “hagan como yo, no se metan en política”.
“Hubo un tiempo en que toda la conciencia política era humo de Marlboro. Amparito Rivelles y la productora Cifesa llenaban todo el horizonte de un joven conformista provinciano. ¿Cómo evadirse de la sucia realidad de cada día? Pensando que el aroma de mejillones al vapor y a calamares bajo los toldos de la Malvarrosa era la sustancia filosófica de todas las cosas. Por lo demás, frente a esto, ¿quién era Franco?” (página 71).

  Siete líneas le bastan a Vicent para describir al general Franco: “Para David no era un dictador sino un gordito anodino al que parecían gustarle mucho los pasteles, con aquellas mejillas tan blandas, el bigotito, la barriguita bajo el cincho, las polainas de gallo con la voz meliflua, la borla del gorro cuartelero bailando en la frente y las del fajín bamboleando sobre sus genitales, muertos por una bala en Marruecos, según decían, pero otras veces, cuando lo veían en el NO-DO o en algún cartel de cualquier peluquería mientras se esculpía el pelo a navaja, pensaba que era un galápago a quien los pasteles que más le gustaban eran los de sangre, cosa que tardó algún tiempo en saber” (página 74). 

  Mejor imposible. ¡Cómo no voy a querer a Manuel Vicent!

  La represión de la Brigada Político-Social se describe en el paseo que nos ofrece el autor por la Dirección General de Seguridad, ubicada en la Puerta del Sol, en el antiguo edificio de Correos y en la actualidad sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Allí gentes como Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño – especialista en arrancarles las uñas a sus víctimas -, o Roberto Conesa, se empleaban a fondo en su trabajo. En ese mismo edificio tuvo despacho el juez instructor militar, el coronel Enrique Eymar Fernández, cuya misión era lavarle la cara a la atrocidades que allí se cometían. 

 Miléniales y olvidadizos acudir a san Google. Esos que hoy hablan de dictadura y falta de libertades quisiera yo verles en aquellos tiempos y ver sí eran tan gallitos. Me contesto: ni de coña.

  En todo lugar y momento hay tiempo para la risa, aunque sea de aquella manera: “…aquella miseria de la España del garrote vil levantaba algunas carcajadas entre el público”.

  Ava en la noche son 250 páginas cargadas de ironía, la mejor forma de enfrentarse a aquellos tiempos negros como la sotana de los curas y roja de sangre de compatriotas derramada por despiadados asesinos. Con esas pocas páginas el autor destroza una época que de glamorosa no tuvo nada. A pesar de todo, hay nostálgicos que la recuerdan con añoranza. Son aquellos que no pasaron hambre ni miedo. Aquellos, no todos, que en los 60 viajaban a París, Roma, Londres… Siguen anclados en ese pasado “glorioso” cuando “representaban” algo. El tiempo ha sido inapelable con los palanganeros del régimen y el resentimiento les desborda.

  Manuel Vicent no me decepciona.

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