29 oct 2020

Debatiéndome entre el federalismo y el centralismo

 Con los años reforzamos ideas, comportamientos y manías. No sé si es fruto de la meditación o del empecinamiento. Da igual, lo que al final importa, al menos en estos casos, es el resultado. 
 Desde mi juventud entendí que el federalismo era la opción política más adecuada para España. Las identidades territoriales se verían libres, por fin, de la bota que sobre ellas puso el franquismo y el país se aceptaría en esa realidad. Nunca dudé de la solidaridad entre las comunidades autónomas, pilar sobre el que se asentó el nuevo estado democrático. 
   Las denominadas comunidades históricas – Cataluña, Galicia y País Vasco – querían un tratamiento y régimen jurídico específico. El resto de las regiones se soliviantaron y de ahí llegaron al “café para todos”.  
  El acceso a las autonomías se realizó por dos vías diferentes, el artículo 143 y el 151 de la Constitución. El 151, o vía rápida, se aplicó a esas tres comunidades históricas y al final Andalucía logró colarse por ella. Al resto se le aplicó el 143 o vía lenta. Se veía venir que la cosa se podía torcer. 
 Por si esto fuera poco, se aprobó el Concierto económico vasco y el Convenio económico navarro. El paso de los años ha demostrado que generan desigualdades económicas. El secretismo con que se realizan las negociaciones entre el gobierno central y el del País Vasco avala las reticencias que muchos tenemos. 
  A pesar de los pesares seguí pensando que los gobiernos autonómicos eran una buena solución para hacer frente a las necesidades de los ciudadanos. Su cercanía a los problemas y, sobre todo, a sus gentes me parecía la fórmula más idónea para gestionar los recursos públicos. 
  Las exigencias del País Vasco y Cataluña de un trato preferente y diferenciado se hicieron más patentes y desde otras comunidades empezamos a verlas como extorsiones. Voraces e insaciables son dos términos que se han asentado para definir la actitud de esas dos autonomías. 
 La situación del País Vasco se vio condicionada por la existencia de ETA. Hubo miserables que se aprovecharon políticamente de aquellas muertes, dolor y odio. 
   Recuerden que Juan José Ibarretxe llevó al Congreso de los Diputados un proyecto de independencia que fue rechazado. Tras ese intento el PNV cambió de estrategia y los réditos que obtuvo han situado a Euskadi en una situación, de facto, muy cercana a la independencia. 
  La vía catalana ha sido, en los últimos años, la del despropósito irracional. Las políticas del PP jalearon a los catalanistas en su vesania que se concretó en el esperpento del 1 de octubre de 2017. Algunos desquiciados siguen por esa senda frentista.
 Esas políticas y actitudes de los nacionalistas de derechas, así como su carencia de empatía y solidaridad me hacen replantear mi concepción federalista. 
 Pero no son solo ellos. Las comunidades parecen estar en una carrera permanente por resaltar sus diferencias con los otros. Quieren fijar su identidad a base de remarcar su idioma, su cultura y tradiciones y esconder esa parte de la Historia común que tenemos de forma clara desde el siglo XIX.
   La Historia de España ha estado plagada de enfrentamientos hasta llegar a 1978. Los horrores de la Guerra Civil y el franquismo se fueron olvidando y a las últimas generaciones ni les suena el 23 F. Se suponía que la aprobación de la Constitución establecería un nuevo marco en las relaciones interterritoriales donde, sin renunciar a los particularismos, tendría más peso la convivencia y el bienestar de los ciudadanos. Para nada, a la realidad me remito.
   Los territorios más opulentos se han vuelto más exigentes e insolidarios y con ello mi idea federalista se ha tambaleado.
  Madrid también sabe mucho de ir por libre. Esa comunidad es el paraíso de los ricos. Sus políticas fiscales se traducen en competencia desleal y contribuyen a incrementar las desigualdades entre los ciudadanos. Eso sí, luego se están quejando permanentemente de los escasos recursos que reciben del Estado. En esto se parecen mucho a País Vasco y Cataluña.   
  Entiendo como está organizado el estado de las autonomías, comprendo su teoría pero no me gusta el resultado al que nos ha llevado. ¿Esto supone que he devenido a centralista, o quién sabe sí a jacobino? Pues… no lo sé. 
  Los acontecimientos que estamos viviendo no contribuyen a que me aclare, todo lo contrario. A pesar de encontrarnos en una situación de extrema gravedad los diversos gobiernos están anteponiendo sus intereses políticos a los del conjunto de los ciudadanos. Siguen en su línea. 
 Sobre federalismo o centralismo hay infinidad de estudios teóricos y opiniones de historiadores, políticos, filósofos, etc. que se pueden consultar con suma facilidad. Yo manifiesto mis dudas desde mi apreciación de la realidad. Constato que como colectivo se nos escapa lo que es una democracia. Parece que no entendemos que sin mantener lazos de unión seremos pasto de la voracidad de intereses ajenos, a los que ya nos cuesta hacer frente. 
 Teóricamente sigo pensando que el federalismo es la mejor opción para organizar políticamente un país con las características del nuestro. Otra cosa es que necesitemos nuevas reglas de juego donde la solidaridad interterritorial sea el pilar sobre el que se asiente todo el entramado. Tienen que anteponer los intereses colectivos de los ciudadanos a las banderas o fronteras administrativas. 
   Visto lo visto hoy soy menos federalista que ayer.

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