La casa del abuelo me trae
recuerdos. A la puerta de la calle pervive el poyo en el que se sentaba a ver pasar
a los vecinos camino del caño. El botijo de mi niñez y adolescencia fue
sustituido por botellas de plástico por aquellos que mantienen la costumbre de
ir a por agua al caño, que ya no es el que era. El arreglo de la plaza de la
ermita se lo llevó por delante, se cambió la ubicación para situarlo en una
posición más central, imagino que por mor de una estética demodé. El abuelo
Vítor no perdonaba a niño, joven o viejo, para todos tenía unas palabras
siempre amables y en ocasiones jocosas o irónicas. Era un personaje en la Milla
del Río. Todos lo conocían y creo que la mayoría lo apreciaba y respetaba.
Las imágenes que tengo de él son
las de un viejo. La perspectiva de la vejez era otra. Cuando yo nací el debía
rondar los 70, tuvo una vida larga, se fue a los 92 o 93, en 1983. Sus ojos
vieron mucho desde ese pequeño pueblo leonés.
Hombre no muy alto, los
chicarrones llegaron con la mejora de la alimentación y la sanidad, al que el
trabajo y los años fueron doblegando. Ancho de espalda, manos grandes y
fuertes. Hombre de campo. Su cara resplandecía, tenía una tersura envidiable
que conservó hasta el final. El afeitado era obligatorio sin ser de barba
tupida. Sentado en su sillón, de madera con reposabrazos y con un gran cojín,
le afeité muchas veces.
Apenas conocí a mi abuela Ángela,
su mujer. Falleció siendo niño. La evoco como una persona cariñosa, pequeñita,
viejecita. Parió nueve hijos, de los cuales sobreviven tres.
El abuelo no hablaba de su
juventud, no hubo forma de sacarle nada. Nos despachaba con un «no tengo buenos
recuerdos» y ahí se acabó todo. Llegó a vivir con los curas, nunca supimos el
motivo. Su padre murió y su madre se casó en segundas nupcias con un hombre con
el que no mantuvo buena relación. Recibió una herencia de unos tíos que para la
época no era poca cosa. La posguerra fue dura, pero ¿para quién no lo fue?
España era un país arrasado, con miedo y hambre. Nueve bocas se comían el
rendimiento del trabajo. Hambre no pasaron, necesidades muchas.
De lo poco que pudimos saber, por
otras personas, es que en una ocasión tuvo que ir al cuartelillo de la Guardia
Civil y al menos recibió una buena dosis de aceite de ricino. No sabemos más.
Cada vez que veía a una pareja de guardias o se les mentaba murmuraba algo
entre dientes. No era hombre de insultos, a lo más que llegaba a soltar era un
«me caso con Dios».
Además de unas fincas, algunas de
ellas eran un cascajero, tenía un caballo y un carro tirado por bueyes. Con el carro iba en ocasiones hasta la
Magdalena, a unos veintitantos kilómetros, a buscar carbón. Se dedicó a arar
para otros las tierras de labor, aunque en ocasiones a la hora de cobrar había
problemas. Los hijos recordaban cómo en una ocasión fue a León a vender una
vaca y a la vuelta le robaron. El disgusto fue mayúsculo. Los trayectos los
realizaba a pie. Llegó a desplazarse hasta la feria de Tineo, en Asturias. A
saber el tiempo que le llevó recorrer el camino.
La casa de los abuelos tenía dos
plantas, cuadra, pajar, despensa, corredor y con el tiempo se hizo un horno de
leña. Era, es, una casa de adobe. No sobraba el espacio. No había cuarto de
baño. El desahogo corporal se hacía en la cuadra y hasta la década de los
sesenta, del siglo pasado, no lo tuvieron, lo hizo mi padre. Esa «modernidad»
cambió la vida en la casa. Al patio, de cantos del río, se accedía por un
enorme portalón y en la parte más cercana a la casa había y hay una pila con
una bomba de agua.
En aquel patio se desarrollaban
algunos de los momentos más importantes, allí se mataban los cerdos. Las
proteínas provenían, casi en exclusiva, de ese animal. Desde la ventana de la
habitación de los abuelos vi sacrificar a unos cuantos y recuerdo una situación
tragicómica. En aquella ocasión el cerdo estaba ya en el banco y varios hombres
lo sujetaban, uno de ellos con el gancho que le habían clavado en la mandíbula,
y de pronto el animal se soltó pegando unas berridas descomunales. Corría
alrededor del patio mientras un chorro de sangre le salía de la herida causada
por el cuchillo. Los hombres no eran capaces de pillarlo. Los gruñidos del
animal me pusieron la carne de gallina. No lo he olvidado. Lo acabaron
atrapando y no hice ascos a los chorizos que de él salieron.
En otra ocasión, la única que
recuerdo, alguien de la familia mató allí un caballo. Qué tristeza. Si matar a
un cerdo era una fiesta lo del caballo fue otra cosa. Al pobre animal le
bajaron tal golpe en la frente con un mazo que se desplomó al instante. No sé
quién se lo comió.
La muerte era algo natural y no
se nos escondía, ni la de los animales ni la de los seres queridos. Hoy los
niños ven muertes en la televisión a diario o son expertos asesinos en
videojuegos, pero eso sí, no pueden ver un cadáver de sus seres queridos ya que
se traumatizan.
Mi abuelo Vítor tenía una fuerza
de voluntad impresionante. Cuando nos encontramos ya andaba con una muleta y un
bastón. Sus piernas eran casi un tablón y para caminar casi las arrastraba. Eso
no le impedía ir todos los días a tomar el café. Tardaba más de una hora en ir
y otra en volver. El bar estaba a menos de quinientos metros de su casa. Eso
era tesón y lo demás cuento. En sus bolsos siempre llevaba algún caramelo para
dar a los niños de la familia y, por supuesto, para él. En el bar tenía un
sitio reservado al lado de un radiador. Cuando llegaba quien lo ocupaba se
levantaba y se lo cedía, si era un desconocido amablemente lo levantaban los
parroquianos o el dueño del bar. Siempre había alguien que se acerba a charlar
con él.
Desde que el abuelo Vítor
falleció las cosas han cambiado mucho en el pueblo. Durante años el cultivo
estrella fue el lúplo, el lúpulo.
Antes se recogía a mano y era un trabajo muy tedioso, en la actualidad con la
mecanización es muchísimo más llevadero. Así y todo ahora su producción es
residual y ha sido sustituido por las plantaciones de chopos, menos rentables
pero que dan menos trabajo. Cultivan maizón para el ganado y algunos pedazos de
parcelas se dedican a huerta, pero son escasas. Mi abuelo quedaría sorprendido
sí lo viera.
Otro cambio muy visible en el
pueblo es la calidad de las casas. Apenas quedan vestigios de las casas de
adobe que han sido sustituidas por casoplones, todas ellas cerradas por muros.
Hace años era impensable. Las casas eran un espacio privado en el que
cualquiera del pueblo se plantaba en mitad de la cocina sin llamar. Durante el
día las puertas siempre estaban abiertas. Hoy los vecinos se encastillan y las
relaciones sociales se han resentido. Incluso las salidas a la puerta de la
calle al anochecer para charlar con los vecinos son menos frecuentes.
Las calles de la Milla están
asfaltadas, hay un parque muy cuidado y completo en lo que eran las eras, una
pequeña casa de cultura y los regueros que recorrían muchas de las calles han
sido desviados y tapados por el asfalto. ¿Le gustaría el cambio al abuelo?
En la Milla del Río a finales de
agosto y primeros de septiembre la acidez de lúplo no colapsará la nariz ni su amargor se pegará a la lengua y
el paladar. Los sapos y las ranas solo entonan sus cánticos nocturnos en el
arroyo casi seco. En el cielo las golondrinas ejecutan vuelos acrobáticos y los
gorriones, más torpones, van de árbol en árbol. Hasta las torres eléctricas son
un buen lugar para que aniden las cigüeñas. Por la noche alguna lechuza puede
darnos un buen susto. Las noches calurosas del verano son más silenciosas. Los
botijos son elementos decorativos. Los agricultores van en coche, y en
zapatillas, hasta las fincas. Casi se necesita un plano para no pederse entre
los caminos por los que zumban grandes tractores. Con el calor, cómo siempre,
la gente se resguarda en el frescor de la casa. La vida transcurre con calma
aparente, pero a saber lo que pasa tras los muros. Hoy es más difícil saber lo
que les pasa a los vecinos, antes no había vida privada.
La Milla no ha perdido población.
Desde la época romana ha estado habitada y así lo constataron los restos
arqueológicos dispersados entre León y Astorga. Y sin embargo, le falta
alguien, le falta mi abuelo Vítor y eso es mucho faltar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario