9 jul 2021

Me caso con Dios

 


  La casa del abuelo me trae recuerdos. A la puerta de la calle pervive el poyo en el que se sentaba a ver pasar a los vecinos camino del caño. El botijo de mi niñez y adolescencia fue sustituido por botellas de plástico por aquellos que mantienen la costumbre de ir a por agua al caño, que ya no es el que era. El arreglo de la plaza de la ermita se lo llevó por delante, se cambió la ubicación para situarlo en una posición más central, imagino que por mor de una estética demodé. El abuelo Vítor no perdonaba a niño, joven o viejo, para todos tenía unas palabras siempre amables y en ocasiones jocosas o irónicas. Era un personaje en la Milla del Río. Todos lo conocían y creo que la mayoría lo apreciaba y respetaba.
  Las imágenes que tengo de él son las de un viejo. La perspectiva de la vejez era otra. Cuando yo nací el debía rondar los 70, tuvo una vida larga, se fue a los 92 o 93, en 1983. Sus ojos vieron mucho desde ese pequeño pueblo leonés. 
  Hombre no muy alto, los chicarrones llegaron con la mejora de la alimentación y la sanidad, al que el trabajo y los años fueron doblegando. Ancho de espalda, manos grandes y fuertes. Hombre de campo. Su cara resplandecía, tenía una tersura envidiable que conservó hasta el final. El afeitado era obligatorio sin ser de barba tupida. Sentado en su sillón, de madera con reposabrazos y con un gran cojín, le afeité muchas veces.
  Apenas conocí a mi abuela Ángela, su mujer. Falleció siendo niño. La evoco como una persona cariñosa, pequeñita, viejecita. Parió nueve hijos, de los cuales sobreviven tres.
  El abuelo no hablaba de su juventud, no hubo forma de sacarle nada. Nos despachaba con un «no tengo buenos recuerdos» y ahí se acabó todo. Llegó a vivir con los curas, nunca supimos el motivo. Su padre murió y su madre se casó en segundas nupcias con un hombre con el que no mantuvo buena relación. Recibió una herencia de unos tíos que para la época no era poca cosa. La posguerra fue dura, pero ¿para quién no lo fue? España era un país arrasado, con miedo y hambre. Nueve bocas se comían el rendimiento del trabajo. Hambre no pasaron, necesidades muchas.
  De lo poco que pudimos saber, por otras personas, es que en una ocasión tuvo que ir al cuartelillo de la Guardia Civil y al menos recibió una buena dosis de aceite de ricino. No sabemos más. Cada vez que veía a una pareja de guardias o se les mentaba murmuraba algo entre dientes. No era hombre de insultos, a lo más que llegaba a soltar era un «me caso con Dios».
  Además de unas fincas, algunas de ellas eran un cascajero, tenía un caballo y un carro tirado por bueyes.  Con el carro iba en ocasiones hasta la Magdalena, a unos veintitantos kilómetros, a buscar carbón. Se dedicó a arar para otros las tierras de labor, aunque en ocasiones a la hora de cobrar había problemas. Los hijos recordaban cómo en una ocasión fue a León a vender una vaca y a la vuelta le robaron. El disgusto fue mayúsculo. Los trayectos los realizaba a pie. Llegó a desplazarse hasta la feria de Tineo, en Asturias. A saber el tiempo que le llevó recorrer el camino.
  La casa de los abuelos tenía dos plantas, cuadra, pajar, despensa, corredor y con el tiempo se hizo un horno de leña. Era, es, una casa de adobe. No sobraba el espacio. No había cuarto de baño. El desahogo corporal se hacía en la cuadra y hasta la década de los sesenta, del siglo pasado, no lo tuvieron, lo hizo mi padre. Esa «modernidad» cambió la vida en la casa. Al patio, de cantos del río, se accedía por un enorme portalón y en la parte más cercana a la casa había y hay una pila con una bomba de agua.
  En aquel patio se desarrollaban algunos de los momentos más importantes, allí se mataban los cerdos. Las proteínas provenían, casi en exclusiva, de ese animal. Desde la ventana de la habitación de los abuelos vi sacrificar a unos cuantos y recuerdo una situación tragicómica. En aquella ocasión el cerdo estaba ya en el banco y varios hombres lo sujetaban, uno de ellos con el gancho que le habían clavado en la mandíbula, y de pronto el animal se soltó pegando unas berridas descomunales. Corría alrededor del patio mientras un chorro de sangre le salía de la herida causada por el cuchillo. Los hombres no eran capaces de pillarlo. Los gruñidos del animal me pusieron la carne de gallina. No lo he olvidado. Lo acabaron atrapando y no hice ascos a los chorizos que de él salieron.
  En otra ocasión, la única que recuerdo, alguien de la familia mató allí un caballo. Qué tristeza. Si matar a un cerdo era una fiesta lo del caballo fue otra cosa. Al pobre animal le bajaron tal golpe en la frente con un mazo que se desplomó al instante. No sé quién se lo comió.
  La muerte era algo natural y no se nos escondía, ni la de los animales ni la de los seres queridos. Hoy los niños ven muertes en la televisión a diario o son expertos asesinos en videojuegos, pero eso sí, no pueden ver un cadáver de sus seres queridos ya que se traumatizan.
  Mi abuelo Vítor tenía una fuerza de voluntad impresionante. Cuando nos encontramos ya andaba con una muleta y un bastón. Sus piernas eran casi un tablón y para caminar casi las arrastraba. Eso no le impedía ir todos los días a tomar el café. Tardaba más de una hora en ir y otra en volver. El bar estaba a menos de quinientos metros de su casa. Eso era tesón y lo demás cuento. En sus bolsos siempre llevaba algún caramelo para dar a los niños de la familia y, por supuesto, para él. En el bar tenía un sitio reservado al lado de un radiador. Cuando llegaba quien lo ocupaba se levantaba y se lo cedía, si era un desconocido amablemente lo levantaban los parroquianos o el dueño del bar. Siempre había alguien que se acerba a charlar con él.
  Desde que el abuelo Vítor falleció las cosas han cambiado mucho en el pueblo. Durante años el cultivo estrella fue el lúplo, el lúpulo. Antes se recogía a mano y era un trabajo muy tedioso, en la actualidad con la mecanización es muchísimo más llevadero. Así y todo ahora su producción es residual y ha sido sustituido por las plantaciones de chopos, menos rentables pero que dan menos trabajo. Cultivan maizón para el ganado y algunos pedazos de parcelas se dedican a huerta, pero son escasas. Mi abuelo quedaría sorprendido sí lo viera.
  Otro cambio muy visible en el pueblo es la calidad de las casas. Apenas quedan vestigios de las casas de adobe que han sido sustituidas por casoplones, todas ellas cerradas por muros. Hace años era impensable. Las casas eran un espacio privado en el que cualquiera del pueblo se plantaba en mitad de la cocina sin llamar. Durante el día las puertas siempre estaban abiertas. Hoy los vecinos se encastillan y las relaciones sociales se han resentido. Incluso las salidas a la puerta de la calle al anochecer para charlar con los vecinos son menos frecuentes.
  Las calles de la Milla están asfaltadas, hay un parque muy cuidado y completo en lo que eran las eras, una pequeña casa de cultura y los regueros que recorrían muchas de las calles han sido desviados y tapados por el asfalto. ¿Le gustaría el cambio al abuelo?
  En la Milla del Río a finales de agosto y primeros de septiembre la acidez de lúplo no colapsará la nariz ni su amargor se pegará a la lengua y el paladar. Los sapos y las ranas solo entonan sus cánticos nocturnos en el arroyo casi seco. En el cielo las golondrinas ejecutan vuelos acrobáticos y los gorriones, más torpones, van de árbol en árbol. Hasta las torres eléctricas son un buen lugar para que aniden las cigüeñas. Por la noche alguna lechuza puede darnos un buen susto. Las noches calurosas del verano son más silenciosas. Los botijos son elementos decorativos. Los agricultores van en coche, y en zapatillas, hasta las fincas. Casi se necesita un plano para no pederse entre los caminos por los que zumban grandes tractores. Con el calor, cómo siempre, la gente se resguarda en el frescor de la casa. La vida transcurre con calma aparente, pero a saber lo que pasa tras los muros. Hoy es más difícil saber lo que les pasa a los vecinos, antes no había vida privada.
  La Milla no ha perdido población. Desde la época romana ha estado habitada y así lo constataron los restos arqueológicos dispersados entre León y Astorga. Y sin embargo, le falta alguien, le falta mi abuelo Vítor y eso es mucho faltar.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario