Huele a sangre. El suelo está
teñido de sangre. Llega el siguiente. No será el último. Todos le miran. Apenas
le quedan unos minutos.
El animal se ve rodeado. Uno de
los hombres lleva el gancho en la mano. No le da tiempo a nada y ya lo tiene
clavado. Lo inmovilizan. El matachín hace su trabajo de forma rápida. Un disparo y casi está terminado. Unas
convulsiones, unos estertores y el cerdo está muerto.
Recogen la sangre. Hará unas
buenas morcillas. Se remoja con agua caliente y se pela.
El matarife comprueba, otra vez
más, que el cuchillo esté bien afilado. Lo suyo es casi una ciencia exacta.
Mientras, los otros hombres lo están izando. La mano y el cuchillo se han
fundido y trabajan eficazmente. En un
periquete está eviscerado.
A partir de ahí todo es más limpio.
Con la llegada del frío se repite
esta anual matanza. Qué por mucho qué se diga nada tiene de rito y sí de algo
tan prosaico cómo es el llenar la despensa.
A lo largo de un año, más o
menos, los cerdos han sido alimentados para qué cojan el suficiente peso y
salgan rentables a sus propietarios. El tema del ahorro y el aprovechamiento
siempre fue importante, ahora, con los tiempos que corren, no lo es menos.
Esta ancestral costumbre no se
perdió nunca. Es más, hace años se puso de moda aquello de “apadrinar”
un cerdo y parecía que la cosa funcionaba. Eso sí, el marrano se convertía
igualmente en chorizos y jamones. Cochina vida la suya.
Hubo un tiempo en que el cerdo
era casi la única carne que alegraba los potes. Quién podía mantenerlo o
comprarlo, claro, miraba por él y su carne tenía que llegar hasta el
verano. En muchas ocasiones el dinero
solo daba para adquirir medio cerdo.
Allá por la década de los 60 del
pasado siglo, hace nada, los trabajadores de las ciudades seguían realizando la matanza en sus pueblos
de origen. Cada cierto tiempo el viaje era obligado para aprovisionarse.
Recuerdo como los emigrantes
leoneses afincados en Asturias cogían aquellos trenes con asientos de madera
que dejaban los cuerpos derrengados y traían las maletas de madera, atadas con
una cuerda, llenas de chorizos o tocino. Los vagones del tren olían a chacina.
Nunca se me olvidará como en una
ocasión una de aquellas maletas se abrió y todos los chorizos se desparramaron
por el suelo de la estación. El hombre y la mujer que los transportaban se
agacharon a recogerlos rojos de vergüenza. Fue visto y no visto. Nadie les
prestó la menor atención. Algunos de los presentes palparon sus maletas para comprobar
si estaban bien cerradas. El niño que les acompañaba les aseguro que jamás lo
olvidó.
Esa matanza de subsistencia
urbana la creíamos enterrada en el tiempo pero me parece a mí que volverá a
resurgir. Los chorizos los transportaremos en maletas fabricadas en China y en
vez de en tren, lo haremos en coche. Con los jamones ya veremos sí los comemos
o los tendremos que vender.
De momento, el Banco de Alimentos
ha recogido miles de toneladas de productos para distribuir entre los
ciudadanos más desfavorecidos.
Tiempo de matanza by M. Santiago Pérez Fernández is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 Internacional License.
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