¡Coño, Pepa! que no dan palo al agua. Buenos días, Juan, ¿cómo te va?. Yo aquí, en la playa. Nada hombre, que hoy la paellita la como a tu salud. Hola, mami ¿qué tal estás? ¿y papi?. Que no Mari, que el médico no me hizo ni caso. Yo ya no sé que hacer, hija.
Salí de mi duermevela –haber ¿quién es el guapu que no echa un pigazu en la playa?- y cuando volví a la realidad plena me di cuenta de que no estaba soñando. A mí alrededor, todo el mundo estaba hablando por el móvil.
Las vidas privadas, de pronto, dejan de serlo y se convierten en cosa pública. No hay cuestión económica, de trabajo o salud que se escape al dominio público en una playa. Pero además, no hay que fijarse mucho para comprobarlo, tenemos la costumbre de pasear de un lado para otro mientras hablamos, como si quisiéramos esparcir aún más la conversación. Y las voces que pegamos. Casi no nos hace falta el aparato. Los gestos. Otra que tal. Gesticulamos a lo loco, parece como si estuviésemos espantando moscas.
Lo dicho: una playa, una persona hablando por el móvil y ya tenemos el espectáculo garantizado.
Estos artilugios se nos han hecho tan imprescindibles que cuando pasa una hora y no han sonado los miramos insistentemente pensando que algo les pasa. Si hay suerte y cae una llamada, respiramos satisfechos. Sí el silencio se prolonga más de lo que deseamos, hacemos un repaso rápido de agenda y llamada al canto, aunque solo sea para dar envidia a quien se quedó en casa y no está veraneando.
Ya se sabe, la globalización conlleva muchas cosas y entre otras la intercomunicación mundial. Todos tenemos que comunicarnos con otros por medio de algún chisme, las conversaciones cara a cara son cosa del pasado. Lo que no se dice, para qué, es que esto de la globalización y de la comunicación nos está costando mucho dinero.
Esto es el futuro, pero qué quieren qué les diga, mientras más hablamos por el móvil más ganan las compañías telefónicas y nosotros ¿qué ganamos?

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