“Es
un gran placer escribir la palabra Venecia, pero no estoy seguro de que no haya
una cierta insolencia en pretender añadir algo a ella”.
Así
comienza Henry James su descripción de la Sereníssima.
Ahora voy yo y me propongo hablar de ella. Pues ya me vale. Esto es más que
insolencia.
Un
buen arquitecto de las palabras podría describir la ciudad de Venecia con gran
rigor e incluso belleza. Y no sería Venecia. Un fotógrafo, un pintor, podrían
captar un momento, un lugar, desbordando colores, luces y sombras. Y no sería
Venecia.
Venecia
es un sentimiento. No. Venecia es una descarga eléctrica para los sentidos. Sus
calambrazos despiertan sentimientos adormecidos que te arropan.
No
sé si es una ciudad decadente. Sí sé que es vieja. Hay edificios que están a
punto de ahogarse. Desconchados, descoloridos, heridos por grietas que
probablemente acaben con ellos, abandonados. No importa, a mis ojos son
hermosos. No lo diría de otra ciudad.
Canales,
puentes y calles se entremezclan en un laberinto. Todo se parece, nada es
igual.
En
cualquier recodo te topas con un pequeño puente cortando un exiguo canal y el
ferro de una góndola asomando en silencio. No hay nadie más. Una fotografía
rápida. La miro. Se desliza. Se va. Silencio. Sonrío.
Callejeando
se extravía el cielo. No importa. Nada se me perdió en él. Oigo una melodía.
Intento dirigirme hacia ella. No hay salida. Retrocedo. Tomo otra dirección.
Una nueva plaza se abre ante mí. Allí está. Toca un chelo ¿o es un contrabajo?
No sé. Me gusta lo que oigo. No hay barullo.
Vueltas
y más vueltas. Los ojos se vuelven locos por acaparar imágenes. Otra vez en el
Gran Canal.
Vaporettos,
traguettos, taxis acuáticos, góndolas y lanchas se entremezclan - sí tienes
mala suerte te das de bruces con un crucero -. Caos ordenado. Turistas y
venecianos comparten espacio pero cada uno va a lo suyo. Unos abrimos la boca y
lo fotografiamos todo, ellos nos dejan hacer. Somos una molestia ¿necesaria?
El
Puente de Rialto o la Plaza de San Marcos, en las mañanas, es un hormiguero de
cámaras tras las cuales nos escondemos. Nos vemos apurados para darle al clic y
“subirlas” a internet.
“…Porque
si bien hay algunas cosas desagradables en Venecia nada hay más desagradable
que los turistas”. Esto también lo dice Henry James. Soy un turista.
Atardecer.
Acaba de caer un chaparrón. Los últimos rayos de sol aún calientan. Las piedras
del suelo brillan. Huele a mojado. Me paro. No escucho nada. Las calles están
vacías. Deambulo y no hay nadie. Una calle, un puente, un canal. Solo, estoy solo. Llego a la Piazza y está desierta.
Las góndolas, adormecidas, se confunden en las sombras y el mar. Sueño despierto.
El
ocaso da calidez a la ciudad. Las fachadas se cubren de tonos pastel que las
convierten en imágenes de un cuento infantil.
“Desde
el momento que llegamos, se nos recuerda que Venecia apenas existe como ciudad;
que existe solamente como una maltratada atracción de circo y un bazar”. Y es
que Henry James la quisiera solo para él. No es el único. Los venecianos la
quieren para ellos y, sin embargo, la abandonan.
“Sin
duda alguna uno puede ser muy feliz en Venecia sin leer nada, sin criticar, o
analizar o pensar agotadoras ideas”. Nuevamente Henry James.
Yo
no he leído en ella y sí he sido feliz.
Venecia, una ciudad para sentir by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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