16 may 2016

Sabor a olvido en el Rayo y el Mercadín

Publicado en La Nueva España el 14 de mayo de 2016

La puerta y las ventanas están tapiadas. La escalera de acceso a la casa ya no existe. Tampoco sobrevivió la caseta para los trastos. Las ortigas y los arbustos se han adueñado del patio. La higuera, moribunda, resiste. Los perales no.

La casa, el patio, todo ha encogido.

La casa era enorme. Tenía dos entradas y casi me daba un poco de miedo. Una gran cocina, a la que se accedía desde la calle, era el centro de la vida. A la izquierda una habitación. En un rincón de la cocina el baño. Eso es mucho decir. Una puerta escondía una solitaria taza de váter. Frente a la puerta de la calle una puerta daba acceso a los terrores nocturnos. Un pasillo. A la izquierda una puerta siempre cerrada. Un poco más adelante estaba la otra habitación y frente a ella, otra puerta cerrada. No nos estaba permitido el acceso. Eso era de uso exclusivo de los propietarios. Pocas veces aparecieron por allí. Yo no los recuerdo.


Las peras y los higos nos estaban prohibidos. No entraban en el alquiler. Poco caso hacíamos, sobre todo los niños. ¡No comáis muchos que nos van a reñir! ¡No tiréis todas la peras, sólo unas pocas!

Los sábados tocaba baño. Un gran barreño de zinc, en mitad de la cocina, hacía de bañera. Luego cena: besugo con patatas fritas. El besugo hubo un tiempo que era más barato que el pollo.


Las casas de los alrededores, pegadas unas a otras, han corrido igual suerte. Me parecen  juguetes rotos. La tristeza me inunda los ojos.

Recorro la calle arriba y abajo. Está destrozada. Hace años, muchos, que nadie ha mirado para ella.

No estoy hablando de un pueblo recóndito. Les hablo de la calle Rayo y el Mercadín. Zona de la muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica y buena ciudad de Oviedo. Y podemos añadir sin que nadie se ofenda – la realidad no puede hacerlo – abandonada por los munícipes.

¡Qué cortas las distancias! Aquellos recorridos que me parecían una aventura arriesgada se han quedado reducidos a un pequeño paseo.

En el Mercadín Alto las casas se cuentan por ruinas. Otras están habitadas y mantenidas con decoro. Lo indecoroso es el entorno.

Los recuerdos me desbordan. Las sensaciones me erizan el vello.

Fiesta del Carmen en el prao enfrente de la casa.

Bolaños, José Luis…Agapita, Julio el Pata, Pilar y su nieto Alfredín….inductora de gaticidio. Nombres con caras desvaídas.


En la explanada, enorme me parecía, donde estaba la tienda de Antón jugábamos al bote en las tardes de primavera y verano. Un silbido. Dos silbidos. Salgo pitando.  Recado de mi padre. Al bar de Quilo. Era alto, fuerte ¿gordo tal vez? No sé. Miraba hacia arriba y me topaba con la mitad de la barra. Quilo asomaba la cabeza por encima para verme. Cogía la botella y me la rellenaba: media de vino y media de gaseosa. La botella era de La Casera, la de cristal con el tapón de porcelana. Y en ocasiones, un paquete de Celtas. No muchas, se lo compraba en el estanco de la Tenderina, dónde además le cambiaba las novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Se las elegía por la portada y pocas veces me equivoqué.

Intentaron llevarme a la escuela Donante, cuyo nombre yo no recordaba. No pudo ser. El primer día me escape. Luego fue imposible llevarme. De esa  me pasaron a una de la Avenida Torrelavega. Una habitación en una casa particular. Mesas, sillas, un mapa de España y una “maestra” con muy mala leche. 


El bar de Quilo ahí sigue. No ha cambiado. Sobrepaso la barra. Las emociones se me disparan.

Frente al bar lo que queda de una calle me lleva al Mercadín Alto. Desolación. Todo está en ruinas. En esas casas estuve muchas veces. Allí jugué, me reí, lloré. Una triste nostalgia me inunda. Un poco más allá otras viviendas me siguen llevando al pasado. Están habitadas. El tiempo las ha tratado mejor. Por allí jugué al gua. Todavía existían los banzones – muy residuales - y las canicas de vidrio nos volvían locos. La destreza con la peonza o con el yo-yo daba prestigio entre los amigos.

Calle abajo, en dirección a la fábrica de El Cuco - ya estaba allí – había una pequeña tienda. Las cosas de urgencia se compraban en ella, incluida el aceite a granel. Enormes latas de pescado albergaban ¿arenques, sardinas? y se vendían por unidades.

Más abajo te dabas, y te das, con la iglesia San Francisco Javier. Comunión, confirmación – creo que con Gabino Díaz Merchán – y luego la iglesia siguió por su camino y yo por el mío.


Continuando la calle llegaba a la escuela de Vetusta, hoy centro social. Pupitres de madera, de dos en dos. Filas, mes de mayo, leche en polvo. Todos los niveles mezclados. El recorrido desde casa a la escuela lo realizábamos solos. Fue mi primera escuela pública. Hoy destacan las pintadas.

Todo está mucho más viejo y deteriorado, yo también. Allí viví hasta los nueve años. Jugábamos en la calle. Alguna vez nos pegábamos. Muchas nos reímos. Los mayores nos podían reñir. Nos socializamos en la calle. Oviedo tan cerca y tan lejos. El mundo rural a las puertas de la muy noble capital, una capital que nunca ha sido buena con esta zona, con sus habitantes, y sigue sin serlo.


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