La proliferación de selfis -nadie
utiliza el término autofoto- en las redes sociales es sintomática de la
realidad social en que nos movemos.
Hace años se fotografiaban
paisajes, escenas de la calle, guerras… o se experimentaba con las composiciones
y las escenografías. Hoy eso queda en manos de los profesionales. La mayoría de
los mortales armados con un smartphone
- nadie los llama teléfonos inteligentes - nos creemos Richard Avedon, Margaret
Bourke-White o Henri Cartier-Bresson y realizamos selfis a diestro y siniestro
para mayor gloria de nuestro ya crecidito ego.
Lo que rodea al autorretratado -¿se
podrá decir autofotado?- no tiene apenas
relevancia, es el marco en el se encuentra el protagonista. El yoísmo
sublimado. Sólo hay que echar una ojeada a Instagram, ese paraíso de las
vanidades ególatras.
Pero esto de los selfis es más
que algo divertido o enfermizo. Es la manifestación de un profundo cambio en la
sociedad.
Tras la Segunda Guerra Mundial
los ciudadanos, y los gobiernos, sortearon muchas dificultades gracias al
esfuerzo conjunto. Comprendieron que los avances eran sociales, no
individuales. No se trataba, desde luego, de relegar al individuo a un plano
secundario. Así se llegó a eso que llamaron sociedad del bienestar. Corto
espejismo.
Los liberales más recalcitrantes
no cejaron en su empeño de desprestigiar al Estado, lo público y los impuestos.
Enarbolaron la bandera del individualismo y su preponderancia.
Llegó el trío galáctico de
Reagan, Thatcher y Wojtyla y ahí empezó el principio del fin de unos años en
los que parecía que el mundo se había vuelto un poco, sólo un poco, más justo.
En este mundo globalizado, hiper
informado, que iba a desembocar en una profunda transformación en favor de una
mayor equidad, fruto de la democratización del conocimiento, se ha quedado en
nada.
La exaltación mediática del yo,
la engañifa de las redes sociales haciéndonos creer que todo lo que decimos
tiene relevancia gracias a unos likes –algunos
sí les dicen “me gusta”- no nos alejó del papel de títeres. El embobamiento individual,
social también, nunca fue más público. Hasta el más simple de los memos
enloquece ante un teclado y no hay forma de pararlo.
Las normas, leyes o pautas de
comportamiento cívico que tantos siglos costó elaborar, para no seguir
despellejándonos, no sirven para nada. Los consensos sociales se pasan por el
arco de triunfo si no satisfacen los intereses particulares. Primero yo,
después yo y más tarde yo. ¡Sálvese el que pueda!
El Código de Hammurabi, las leyes
de Solón o el Código Napoleónico, y de ahí para acá, son papel mojado. Por no
servir ya no nos sirve ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No
tenemos que ir tan atrás, miren lo que pasa con nuestra Constitución.
Ese individualismo extremo está
rematando a las ideologías -las de izquierda, faltaría más- a favor de
conceptos como el de la transversalidad, que no es ni uno ni lo otro si no todo
lo contrario. Es una vuelta de tuerca de ese invento que tanto éxito tuvo y que
llamaron centro. Los que se centraron no solucionaron nada, los apologetas del
transversalismo tampoco lo harán.
No estaría mal desembarazarse de
tanto yo y pensar más en nosotros. ¡Qué no nos hagan creer que somos los
protagonistas de la película! Esos papeles ya están ocupados. Mientras sigamos
con los selfis, que entretienen mucho y nos ponen como motos, seguiremos por la
senda que nos han marcado.
Selfis y sálvese el que pueda by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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