2 sept 2019

Selfis y sálvese el que pueda

La proliferación de selfis -nadie utiliza el término autofoto- en las redes sociales es sintomática de la realidad social en que nos movemos.

Hace años se fotografiaban paisajes, escenas de la calle, guerras… o se experimentaba con las composiciones y las escenografías. Hoy eso queda en manos de los profesionales. La mayoría de los mortales armados con un smartphone - nadie los llama teléfonos inteligentes - nos creemos Richard Avedon, Margaret Bourke-White o Henri Cartier-Bresson y realizamos selfis a diestro y siniestro para mayor gloria de nuestro ya crecidito ego.

Lo que rodea al autorretratado -¿se podrá decir autofotado?-  no tiene apenas relevancia, es el marco en el se encuentra el protagonista. El yoísmo sublimado. Sólo hay que echar una ojeada a Instagram, ese paraíso de las vanidades ególatras.

Pero esto de los selfis es más que algo divertido o enfermizo. Es la manifestación de un profundo cambio en la sociedad.

Tras la Segunda Guerra Mundial los ciudadanos, y los gobiernos, sortearon muchas dificultades gracias al esfuerzo conjunto. Comprendieron que los avances eran sociales, no individuales. No se trataba, desde luego, de relegar al individuo a un plano secundario. Así se llegó a eso que llamaron sociedad del bienestar. Corto espejismo.

Los liberales más recalcitrantes no cejaron en su empeño de desprestigiar al Estado, lo público y los impuestos. Enarbolaron la bandera del individualismo y su preponderancia.

Llegó el trío galáctico de Reagan, Thatcher y Wojtyla y ahí empezó el principio del fin de unos años en los que parecía que el mundo se había vuelto un poco, sólo un poco, más justo.

En este mundo globalizado, hiper informado, que iba a desembocar en una profunda transformación en favor de una mayor equidad, fruto de la democratización del conocimiento, se ha quedado en nada.

La exaltación mediática del yo, la engañifa de las redes sociales haciéndonos creer que todo lo que decimos tiene relevancia gracias a unos likes –algunos sí les dicen “me gusta”- no nos alejó del papel de títeres. El embobamiento individual, social también, nunca fue más público. Hasta el más simple de los memos enloquece ante un teclado y no hay forma de pararlo.

Las normas, leyes o pautas de comportamiento cívico que tantos siglos costó elaborar, para no seguir despellejándonos, no sirven para nada. Los consensos sociales se pasan por el arco de triunfo si no satisfacen los intereses particulares. Primero yo, después yo y más tarde yo. ¡Sálvese el que pueda!

El Código de Hammurabi, las leyes de Solón o el Código Napoleónico, y de ahí para acá, son papel mojado. Por no servir ya no nos sirve ni la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No tenemos que ir tan atrás, miren lo que pasa con nuestra Constitución.

Ese individualismo extremo está rematando a las ideologías -las de izquierda, faltaría más- a favor de conceptos como el de la transversalidad, que no es ni uno ni lo otro si no todo lo contrario. Es una vuelta de tuerca de ese invento que tanto éxito tuvo y que llamaron centro. Los que se centraron no solucionaron nada, los apologetas del transversalismo tampoco lo harán.

No estaría mal desembarazarse de tanto yo y pensar más en nosotros. ¡Qué no nos hagan creer que somos los protagonistas de la película! Esos papeles ya están ocupados. Mientras sigamos con los selfis, que entretienen mucho y nos ponen como motos, seguiremos por la senda que nos han marcado.

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Selfis y sálvese el que pueda by Santiago Pérez is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

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