Cuando un escritor de prestigio
escribe algo flojo o lejos de lo que se esperaba casi nadie se atreve a dar su
opinión. Se lían a ofrecer explicaciones que nada tienen que ver con lo último
publicado por tan ilustre escribidor y divagan hasta lo indecible. Tampoco es
que me extrañe. Los críticos literarios oficiales
saben que en ello les pueden ir los garbanzos. Hay autores que mueven millones
de euros y unas malas críticas pueden fastidiar el negocio y eso se paga.
Luego estamos los lectores que
opinamos, con menor o mayor fortuna, sin aspiraciones a ejercer de críticos. Lo
hacemos desde nuestra libertad lectora a decir lo que nos gusta o lo que no. No
somos como esa gente que repite, casi literalmente, el texto que han recibido
de la promoción editorial. Desde luego no se leen los libros y dan pena.
Un momento. Me estoy
justificando. Pues va a ser que no. La última novela de Benjamin Black,
seudónimo de John Banville, Quirke en San
Sebastián, traducido por Miguel Temprano García, me pareció decepcionante.
Es la octava entrega que
protagoniza el patólogo forense Quirke. Los lectores ya saben que es un tipo
infeliz, casi todo el tiempo. Alcohólico, con un pasado que le condiciona, y la
verdad, su trabajo no es para cantar a todas las horas. En esta ocasión parece
que la vida le sonríe y él se deja querer. No se apuren, le va a durar poco.
Evelyn, su mujer y contrapeso
equilibrador, le lleva de vacaciones a San Sebastián y allí, además de
protestar, sigue bebiendo, come, con cierto recelo, y descubre el txakoli. Un fortuito encuentro
despierta sus sospechas y… tendrán que leer el libro.
Esos que van de críticos repiten
que se trata de una historia obsesiva y oscura. Pues vale, pero no lo comparto.
En escena aparecen personajes ya
conocidos como el inspector Strafford o la hija de Quirke, Phoebe. Esta mujer
toma protagonismo y resulta ser un personaje poco reflexivo. Pues ya me vale.
Phoebe toma decisiones tontas.
La novela se sitúa en un momento
concreto, da una pista: «El general Franco ha rechazado una petición del Papa
para que perdone la vida a dos nacionalistas vascos – dijo-. Los van a ejecutar
mañana al amanecer. ¡Dándoles garrote! ¿Cómo puede un monstruo así seguir en el
poder?» (pág. 23). Esto lo dice Evelyn, cuya presencia es constante en la
novela.
Recordaba que hubo alguna
petición papal de perdón al dictador. Anduve buscando y por esas referencias
que nos da el autor sólo encontré una, lo cual no significa que fuese la única,
desde luego. En octubre de 1962 la prensa reprodujo un telegrama del arzobispo
de Milán, el cardenal Giovanni Battista Montini que luego sería nombrado Papa
con el nombre de Pablo VI, en el que pedía clemencia para dos jóvenes
pertenecientes a las Juventudes Libertarias, que habían colocado dos bombas en
Barcelona. Al final no hubo tales muertes, fueron condenados a treinta años de
cárcel y parece que nada tuvo que ver la carta.
Desde luego los autores en su
acción creadora toman prestados acontecimientos que descontextualizan. Es
normal. Por otro lado, no tengo la seguridad de que la información que obtuve
sea a la que se refiere Benjamin Black.
Lo que más me chirrió fue la
cantidad de topicazos a los que hace referencia John Banville para describir la
España de aquella época. De un escritor de su nivel me esperaba algo más elaborado.
No es una o dos referencias, son un montón a cual más típica y tópica.
Veamos algunos ejemplos: «Había
pocos españoles entre la gente de la playa, hombres en su mayor parte y
fácilmente identificables por su piel brillante y de color caoba. Merodeaban en
torno a las jóvenes norteñas de palidez lechosa, de las que llegaban nuevas
bandadas en los vuelos chárter cada semana. A los aspirantes a donjuán no
parecía importarles que fuesen guapas o no, la clave era la palidez, la palidez
de la carne prieta y pulposa que no había visto el sol desde el viaje
organizado del año anterior al broceado sur» (pág. 24).
Me parece estar viendo a Alfredo
Landa o Fernando Esteso en aquellas españoladas,
solo que ellos se movían por el sur de
España, principalmente.
Aquí va otra: «Después del vino,
Quirke se arriesgó y pidió un brandy. Fue un error. Lo que le sirvieron, no en
una copa de coñac sino en un vaso macizo, era una sustancia floja y pardusca,
viscosa como el jerez, con un aroma que recordaba al jarabe para la tos» (pág.
37). Vamos, brutos a más no poder.
Y otra más: «Llenó de agua el
vaso del cepillo de dientes en el lavabo, pero luego recordó las temibles
advertencias que había leído sobre los peligros de beber agua directamente del
grifo en España» (pág. 46). No le pareció bastante a Black y carga un poco más
las tintas. Quirke abre una botella y «el agua estaba tibia y tenía un leve
sabor salobre, pero al menos estaba húmeda y probablemente no le inocularía una
dosis de disentería, o de algo incluso peor» (pág 46).
Tengo que reírme a la fuerza, no
dice que el agua «al menos estaba húmeda». Joder, es triste.
La España de la etapa franquista
dejaba mucho que desear, cierto, pero es simplón que Banville recurra a estos
manidos recursos. Y no es patrioterismo barato por mi parte, para nada.
Voy a seguir, no tiene
desperdicio: «El camarero parecía un torero caduco. Era bajo y moreno y un podo
sudoroso, con el pelo negro y aceitado y la columna vertebral rígida y convexa»
(pág. 75).
Me recuerdan a algunas descripciones
del típico bandolero por tierras de Andalucía en el XIX. Es de una pobreza
literaria que me sorprende. Nuevamente le parece que se quedó corto y vuelve a
la carga: « -Sangre gitana- dijo Evelyn cuando les retiro los platos. Quirke
respondió que suponía que tenía razón. – ¿Por qué todos parecen siempre tan
enfadados? – preguntó. - ¿Quieres decir los españoles? – Bueno, los que son
como él. Siempre tan ceñudos» (pág. 76).
¡No me digan que no es muy bueno!
¡Qué tristeza!
Vamos a por otra apreciación
trivial y muy de guiris de aquellos años y que aún pervive: «El vagón olía
mucho a ajo, a sudor y a algo que no pudo identificar» (pág. 228).
Estoy cogiendo carrerilla, a por
otro: «Los bares aún seguían abiertos, había luces de colores y llegaba a ellos
el sonido tenue de la música de guitarra» (pág. 230).
Ah, seguro que en aquellos años,
al igual que hoy, el rasgueo de las guitarras resonaba en las calles de
Donostia.
Página tras página mejora: «El recepcionista,
absurdamente apuesto, era alto y delgado, con el pelo engominado peinado hacia
atrás y un pulcro bigote negro. Su expresión era de educado desprecio» (pág.
231).
Venga, la última: «La bebida
tenía una pequeña sombrilla, hecha de papel plegado y sujeto a un mondadientes»
(pág. 272). Había pedido una ginebra.
Mire por donde se mire esas
descripciones no reflejan la España de la época. Algunas, o incluso todas,
pueden haber sido verdad, pero querer reflejar la identidad del país con esos
topicazos resulta decepcionante y denota o bien falta de ganas o un
desconocimiento imperdonable para un escritor de este nivel.
La novela, en general, me pareció
pobre, sin aliciente y desde el primer momento me dio la sensación de estar
escrita a la trágala.
En fin, esta es mi opinión, la de
un simple lector. No se dejen influir. Lo mejor que pueden hacer es leerla y
luego ya opinan.
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