26 feb 2021

Una novela que me dejó mal sabor de boca

 

 

 

  Cuando un escritor de prestigio escribe algo flojo o lejos de lo que se esperaba casi nadie se atreve a dar su opinión. Se lían a ofrecer explicaciones que nada tienen que ver con lo último publicado por tan ilustre escribidor y divagan hasta lo indecible. Tampoco es que me extrañe. Los críticos literarios oficiales saben que en ello les pueden ir los garbanzos. Hay autores que mueven millones de euros y unas malas críticas pueden fastidiar el negocio y eso se paga.
  Luego estamos los lectores que opinamos, con menor o mayor fortuna, sin aspiraciones a ejercer de críticos. Lo hacemos desde nuestra libertad lectora a decir lo que nos gusta o lo que no. No somos como esa gente que repite, casi literalmente, el texto que han recibido de la promoción editorial. Desde luego no se leen los libros y dan pena.
  Un momento. Me estoy justificando. Pues va a ser que no. La última novela de Benjamin Black, seudónimo de John Banville, Quirke en San Sebastián, traducido por Miguel Temprano García, me pareció decepcionante.
  Es la octava entrega que protagoniza el patólogo forense Quirke. Los lectores ya saben que es un tipo infeliz, casi todo el tiempo. Alcohólico, con un pasado que le condiciona, y la verdad, su trabajo no es para cantar a todas las horas. En esta ocasión parece que la vida le sonríe y él se deja querer. No se apuren, le va a durar poco.
  Evelyn, su mujer y contrapeso equilibrador, le lleva de vacaciones a San Sebastián y allí, además de protestar, sigue bebiendo, come, con cierto recelo, y descubre el txakoli. Un fortuito encuentro despierta sus sospechas y… tendrán que leer el libro.
  Esos que van de críticos repiten que se trata de una historia obsesiva y oscura. Pues vale, pero no lo comparto.
  En escena aparecen personajes ya conocidos como el inspector Strafford o la hija de Quirke, Phoebe. Esta mujer toma protagonismo y resulta ser un personaje poco reflexivo. Pues ya me vale. Phoebe toma decisiones tontas.
  La novela se sitúa en un momento concreto, da una pista: «El general Franco ha rechazado una petición del Papa para que perdone la vida a dos nacionalistas vascos – dijo-. Los van a ejecutar mañana al amanecer. ¡Dándoles garrote! ¿Cómo puede un monstruo así seguir en el poder?» (pág. 23). Esto lo dice Evelyn, cuya presencia es constante en la novela.
  Recordaba que hubo alguna petición papal de perdón al dictador. Anduve buscando y por esas referencias que nos da el autor sólo encontré una, lo cual no significa que fuese la única, desde luego. En octubre de 1962 la prensa reprodujo un telegrama del arzobispo de Milán, el cardenal Giovanni Battista Montini que luego sería nombrado Papa con el nombre de Pablo VI, en el que pedía clemencia para dos jóvenes pertenecientes a las Juventudes Libertarias, que habían colocado dos bombas en Barcelona. Al final no hubo tales muertes, fueron condenados a treinta años de cárcel y parece que nada tuvo que ver la carta.
  Desde luego los autores en su acción creadora toman prestados acontecimientos que descontextualizan. Es normal. Por otro lado, no tengo la seguridad de que la información que obtuve sea a la que se refiere Benjamin Black.
  Lo que más me chirrió fue la cantidad de topicazos a los que hace referencia John Banville para describir la España de aquella época. De un escritor de su nivel me esperaba algo más elaborado. No es una o dos referencias, son un montón a cual más típica y tópica.
  Veamos algunos ejemplos: «Había pocos españoles entre la gente de la playa, hombres en su mayor parte y fácilmente identificables por su piel brillante y de color caoba. Merodeaban en torno a las jóvenes norteñas de palidez lechosa, de las que llegaban nuevas bandadas en los vuelos chárter cada semana. A los aspirantes a donjuán no parecía importarles que fuesen guapas o no, la clave era la palidez, la palidez de la carne prieta y pulposa que no había visto el sol desde el viaje organizado del año anterior al broceado sur» (pág. 24).
 Me parece estar viendo a Alfredo Landa o Fernando Esteso en aquellas españoladas, solo que ellos  se movían por el sur de España, principalmente.
  Aquí va otra: «Después del vino, Quirke se arriesgó y pidió un brandy. Fue un error. Lo que le sirvieron, no en una copa de coñac sino en un vaso macizo, era una sustancia floja y pardusca, viscosa como el jerez, con un aroma que recordaba al jarabe para la tos» (pág. 37). Vamos, brutos a más no poder.
  Y otra más: «Llenó de agua el vaso del cepillo de dientes en el lavabo, pero luego recordó las temibles advertencias que había leído sobre los peligros de beber agua directamente del grifo en España» (pág. 46). No le pareció bastante a Black y carga un poco más las tintas. Quirke abre una botella y «el agua estaba tibia y tenía un leve sabor salobre, pero al menos estaba húmeda y probablemente no le inocularía una dosis de disentería, o de algo incluso peor» (pág 46).
  Tengo que reírme a la fuerza, no dice que el agua «al menos estaba húmeda». Joder, es triste.
  La España de la etapa franquista dejaba mucho que desear, cierto, pero es simplón que Banville recurra a estos manidos recursos. Y no es patrioterismo barato por mi parte, para nada.
  Voy a seguir, no tiene desperdicio: «El camarero parecía un torero caduco. Era bajo y moreno y un podo sudoroso, con el pelo negro y aceitado y la columna vertebral rígida y convexa» (pág. 75).
  Me recuerdan a algunas descripciones del típico bandolero por tierras de Andalucía en el XIX. Es de una pobreza literaria que me sorprende. Nuevamente le parece que se quedó corto y vuelve a la carga: « -Sangre gitana- dijo Evelyn cuando les retiro los platos. Quirke respondió que suponía que tenía razón. – ¿Por qué todos parecen siempre tan enfadados? – preguntó. - ¿Quieres decir los españoles? – Bueno, los que son como él. Siempre tan ceñudos» (pág. 76).
  ¡No me digan que no es muy bueno! ¡Qué tristeza!
  Vamos a por otra apreciación trivial y muy de guiris de aquellos años y que aún pervive: «El vagón olía mucho a ajo, a sudor y a algo que no pudo identificar» (pág. 228).
  Estoy cogiendo carrerilla, a por otro: «Los bares aún seguían abiertos, había luces de colores y llegaba a ellos el sonido tenue de la música de guitarra» (pág. 230).
  Ah, seguro que en aquellos años, al igual que hoy, el rasgueo de las guitarras resonaba en las calles de Donostia.
  Página tras página mejora: «El recepcionista, absurdamente apuesto, era alto y delgado, con el pelo engominado peinado hacia atrás y un pulcro bigote negro. Su expresión era de educado desprecio» (pág. 231).
  Venga, la última: «La bebida tenía una pequeña sombrilla, hecha de papel plegado y sujeto a un mondadientes» (pág. 272). Había pedido una ginebra.
  Mire por donde se mire esas descripciones no reflejan la España de la época. Algunas, o incluso todas, pueden haber sido verdad, pero querer reflejar la identidad del país con esos topicazos resulta decepcionante y denota o bien falta de ganas o un desconocimiento imperdonable para un escritor de este nivel.
  La novela, en general, me pareció pobre, sin aliciente y desde el primer momento me dio la sensación de estar escrita a la trágala.
  En fin, esta es mi opinión, la de un simple lector. No se dejen influir. Lo mejor que pueden hacer es leerla y luego ya opinan.

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