La tribu llevaba muchos días esperando que las condiciones metereológicas mejoraran. Habían previsto que los actos se desarrollasen en la gran plaza, pero la nieve y el frío hicieron imposible la reunión y tuvieron que esperar varias jornadas a que el tiempo mejorase. Al final, hubo que buscar un cobijo donde los asistentes no padecieran las inclemencias climatológicas y los catarros y gripes no hicieran estragos entre las huestes.
Los pequeños guerreros llevaban mucho tiempo ensayando la presentación ante sus mayores. Todo había funcionado muy bien. Cada uno, en su medida y con sus posibilidades, realizó un gran esfuerzo. La puesta en escena parecía realizada por un suizo, su sincronía era tal que su voz y su cuerpo, a pesar de todo, funcionaba muy bien. Las maestras estaban muy orgullosas, su trabajo se veía recompensado ante la destreza de tales alumnos.
El día de la cita son sus educadoras quienes tienen desatados los nervios. Es la puesta de largo y presentación en sociedad de los jóvenes guerreros. Todo tiene que salir bien. Tanta dedicación y esfuerzo tiene que complacer al público asistente.
El tipi está limpio, el fuego encendido y la canoa en la orilla del río. No falta un detalle y la reunión de los pequeños guerreros puede comenzar.
La espera no incomoda a los padres. Los guerreros van ataviados con pinturas, aunque no esperan declarar la guerra a nadie. Plumas, adornos y hasta caballos completan la puesta en escena.
En un rincón, uno de los futuros guerreros no quiere participar, es Miguel. Por más que se insiste, no hay nada que hacer. No quiere ni traje, ni plumas ni pinturas. Si las maestras insisten, él, a llorar. No hay tu tía.
Mientras, los demás intrépidos pieles rojas ensayan sus gritos de guerra e intentan controlar a los briosos corceles que montan. De vez en cuando, un empujón desestabiliza a algún jinete. A pesar de la tensión, todo está bajo control.
A petición de Begoña, la dire, todos se ponen en marcha y se desplazan al aula de al lado. Se sientan en círculo, con alguna ayuda, y la música de los tambores inunda la sala. Las maestras inician el cántico ritual, les acompañan unas vocecitas tímidas que a duras penas atinan a seguir el ritmo. Los pequeños ojos no dejan de mirar a un lado y a otro. Buscan a papá o mamá, pero hay tantos papas escondidos detrás de una cámara que ¿dónde estará el mío?. Ya no hay ritmo, no hay letra, pero aún así las maestras siguen hasta el final. En su cara se adivina un poco de decepción, es normal, lo habían hecho también en los ensayos y hoy que tenían que lucirse... bueno, son gajes del oficio. Mientras, Miguel es el llanto que no cesa. No hubo traje ni nada. Faltaría más, no quiso y no quiso. Las lágrimas surgieron en sus ojos acompañadas de un llanto limpio y que se oía perfectamente en toda la sala. De vez en cuando, era acompañado, esporádicamente, por algún otro guerrero. Él estaba inconsolable.
El círculo sigue ahí más o menos.
Los pequeños guerreros llevaban mucho tiempo ensayando la presentación ante sus mayores. Todo había funcionado muy bien. Cada uno, en su medida y con sus posibilidades, realizó un gran esfuerzo. La puesta en escena parecía realizada por un suizo, su sincronía era tal que su voz y su cuerpo, a pesar de todo, funcionaba muy bien. Las maestras estaban muy orgullosas, su trabajo se veía recompensado ante la destreza de tales alumnos.
El día de la cita son sus educadoras quienes tienen desatados los nervios. Es la puesta de largo y presentación en sociedad de los jóvenes guerreros. Todo tiene que salir bien. Tanta dedicación y esfuerzo tiene que complacer al público asistente.
El tipi está limpio, el fuego encendido y la canoa en la orilla del río. No falta un detalle y la reunión de los pequeños guerreros puede comenzar.
La espera no incomoda a los padres. Los guerreros van ataviados con pinturas, aunque no esperan declarar la guerra a nadie. Plumas, adornos y hasta caballos completan la puesta en escena.
En un rincón, uno de los futuros guerreros no quiere participar, es Miguel. Por más que se insiste, no hay nada que hacer. No quiere ni traje, ni plumas ni pinturas. Si las maestras insisten, él, a llorar. No hay tu tía.
Mientras, los demás intrépidos pieles rojas ensayan sus gritos de guerra e intentan controlar a los briosos corceles que montan. De vez en cuando, un empujón desestabiliza a algún jinete. A pesar de la tensión, todo está bajo control.
A petición de Begoña, la dire, todos se ponen en marcha y se desplazan al aula de al lado. Se sientan en círculo, con alguna ayuda, y la música de los tambores inunda la sala. Las maestras inician el cántico ritual, les acompañan unas vocecitas tímidas que a duras penas atinan a seguir el ritmo. Los pequeños ojos no dejan de mirar a un lado y a otro. Buscan a papá o mamá, pero hay tantos papas escondidos detrás de una cámara que ¿dónde estará el mío?. Ya no hay ritmo, no hay letra, pero aún así las maestras siguen hasta el final. En su cara se adivina un poco de decepción, es normal, lo habían hecho también en los ensayos y hoy que tenían que lucirse... bueno, son gajes del oficio. Mientras, Miguel es el llanto que no cesa. No hubo traje ni nada. Faltaría más, no quiso y no quiso. Las lágrimas surgieron en sus ojos acompañadas de un llanto limpio y que se oía perfectamente en toda la sala. De vez en cuando, era acompañado, esporádicamente, por algún otro guerrero. Él estaba inconsolable.
El círculo sigue ahí más o menos.
Tras el cántico ritual, la danza. Pero ya no hay nada que hacer. Papás y mamás siguen recogiendo para la posteridad imágenes. Los guerreros no se pueden concentrar en el acto. Demasiada gente, demasiados flases. La tranquilidad cotidiana hoy no existe. Es la puesta en escena de los pequeños y sus padres quieren estar ahí. El miedo escénico parece que agarrota a hijos y padres. Mientras, las maestras siguen esforzándose.
La verdad es que tampoco importa mucho el resultado. Independientemente del trabajo de los pequeños actores-guerreros, el público, sus padres, son muy agradecidos y la sonrisa no se ha quitado de sus labios en ningún momento. Al final y para que la cosa fuese aún más dulce, Eduardo, el cocinero, pasa unos platos con rosquillas y frixuelos para compartir entre los fieros guerreros y sus padres.
Ha sido un buen día. Agotados, todos regresan a sus casas felices.
Y esta pequeña historia de indios, que no de vaqueros, se desarrolló en la escuela de 0 a 3 años de Tineo. Un centro educativo que inició su andadura en el año 2004 y que con esta puesta de largo se ha hecho mayor.
La directora, sus maestras y el cocinero, están contentos con su trabajo y se les nota. Los padres están satisfechos con la educación que reciben sus hijos.
Hoy, son 27 niños, 16 entre 2 y 3 años y 11 entre 1 y 2 años que asisten a esta gran escuela de la vida. Todo el mobiliario está hecho a su escala, pero lo que reciben de sus maestras es muy grande. Si es que hasta da gusto ver al cocinero. Sus comensales no serán los de El Bulli, pero él trabaja como si fuera Adriá.
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