17 sept 2014

Muertos a los que siguen humillando



Si fuera creyente podría pensar que los huesos de esas personas se siguen revolviendo en la tierra.

Sí lo fuera.

Llevan tanto tiempo humillados que cualquiera, que sea un poco religioso, querría darles digna sepultura.

Yo, que no lo soy, me gustaría que sus familiares pudieran inhumarlos con dignidad.

Son esos muertos de las cunetas.

Hace tiempo me contaron, quienes lo vivieron, unas historias de esas que encogen el corazón. No importaron los detalles. Ellos no los contaron y yo los olvidé. Recuerdo, eso sí, la enorme tristeza que destilaron al rememorarlo.

Me lo contaron en voz baja, mirando de vez en cuando a un lado y a otro, era solo para mis oídos. No lo relataron con ira. De verdad, no la tenían. Tristeza, toda.

Hoy pasan de los ochenta un pedazo. Ya quedan pocos.

Él me enseñó dónde fusilaron a su hermano. Camino de la sierra, un poco más arriba de San Roque, pero no muy arriba. Según se sube a la izquierda.

No levantó la mirada del suelo. Me señalo, casi sin mirar, donde estaba el matadero.

En aquel entrante mataron a unos cuantos vecinos de la villa. No quiso decirme sus nombres. Los recuerda. A todos y cada uno de ellos. Casi una treintena. No se le han olvidado ni sus nombres, ni sus apellidos, ni sus motes. No me los quiso decir.

¿Para qué? Me dijo. No los olvida. Son sus muertos. Aquello ya pasó.

Nunca más volvimos a hablar de ello. Son sus muertos. Su dolor.

Ella me llevó al antiguo cementerio. Sabe dónde enterraron a su hermano y al que podía haber sido su cuñado.

Según entras en la necrópolis, de frente, en un cruce, allí los enterraron. No al lado de la tapia, que allí yacen más muertos humillados, más allá. Lo recuerda con toda nitidez. Era una niña.

No recuerdo, maldita sea, si su hermano o el que podía haber sido su cuñado, era un joven de dieciséis años. Estaba en la cárcel del Palacio de la Audiencia, y le ofrecieron escapar. No quiso. Él no había hecho nada. No tenía nada que temer.

Lo mataron.

Los enterraron. La mujer que me lo relató, niña, junto con otra amiga, hermana del otro muerto, sentadas en la tapia, estaban contentan ya que podrían ir a llevar flores a sus hermanos. Sabían dónde estaban.

Su alegría duró poco. Alguien las escuchó. Al día siguiente el terreno había sido aplanado para quitar todo rastro.

Con el tiempo, esta mujer se casó con el hermano del otro asesinado. ¡Perdieron a sus hermanos y se encontraron ellos!

Nunca más volví a hablar del "tema" con ella. No hacía falta.

Nada de esto es fruto de mi imaginación. Absolutamente nada.

El tiempo hace que los detalles se borren, pero las sensaciones permanecen en mí.
Siempre vi a estas personas con un semblante mustio. Entonces lo comprendí.

Fueron niños que vivieron el horror. Niños despreciados por los ganadores. Adultos que siguen esperando un poco de justicia humana.

No la han conseguido.

Aún hoy, siguen atravesando calles y plazas que llevan el nombre de General Martín Alonso o General Aranda y otros más.

No levantan la cabeza del suelo. No quieren ver esos nombres. Han llorado a sus muertos toda la vida. Asesinaron a los suyos, a ellos los denigraron y hay quien no es capaz de quitar una puta placa de una fachada.

Vergüenza.

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Muertos a los que siguen humillando by M. Santiago Pérez Fernández is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.

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