1 oct 2014

Primero la apariencia, luego la sonrisa y más tarde parecer muy campechano



Las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 1960 cambiaron la forma de hacer las campañas electorales. El debate televisivo entre John F. Kennedy y Richard Nixon marcó la senda.

El aspecto de Nixon, con traje gris y sin maquillar, no pudo con la cuidada, y bronceada, imagen de Kennedy.

A partir de ese momento las contiendas electorales se convirtieron, cada vez más, en un espectáculo mediático. Se encarga a empresas de publicidad toda la puesta en escena. Directores de campaña, fotógrafos, cámaras de televisión, asesores de imagen, periodistas, estilistas y no sé cuantos más trabajan a favor de un candidato. Y digo candidato, no partido.

Esa era y es la realidad de EEUU, pero también la nuestra. No hay candidato a presidente o primer ministro, de cualquier país, que no tenga esa cohorte de asesores. En los últimos años no falta una legión de expertos en redes sociales.

Trajes a medida. Hagan lo que hagan las chaquetas están siempre perfectas. Camisas que no se arrugan y corbatas que en ocasiones hay que poner gafas para mirarlas.

Esto de las camisas y las corbatas parece de enorme trascendencia psicológica. 

Según dicen, la camisa blanca representa la autoridad, el poder pero también representa la pulcritud, la impecabilidad, la limpieza y, cómo no, la honestidad.

Otro color que utilizan mucho, para ocasiones menos importantes, es el azul claro. Con esa camisa, dicen, que proyectan una imagen más relajada y cercana.

Las corbatas permiten más alegrías.

Las de color azul comunican estabilidad, serenidad, paz. Con las rojas quieren transmitir que son inteligentes, capaces y optimistas. El amarillo denota creatividad. Bueno, eso dicen.

Total, que el candidato que se precie tiene que tener asesores para que le combinen los trajes, camisas y corbatas y para que “quede bien” en televisión.

Por cierto, han visto que muchos candidatos lucen unos dientes blancos, blancos y bien “puestos”. El que no lo haga está jodido. Y si no que se lo pregunten a Rubalcaba.

Ya tenemos al candidato vestido, peinado y con sonrisa “profidén” Ahora toca el discurso.

Olvídense del programa electoral, si es qué lo tienen. Se trata de llegar al público – no, no somos electores, somos público – y después comprobarán la audiencia y el impacto de las frases ingeniosas.

Con esos datos van perfilando las campañas.

Por si algo no queda claro en los medios de comunicación generalistas, se recurre a una pléyade de amigos que llenarán las páginas de opinión alabando las virtudes del candidato. Eso sí, cuando finalice la campaña será cuando nos enteremos de su amistad. Algunos aspirantes simplemente compran plumas que les hagan panegíricos.

Dado el hastío generalizado de la mayoría de los ciudadanos, que no quieren escuchar a los políticos, estos, muy cucos ellos, van a donde está el público-elector. Ya saben, hay que estar donde están los ciudadanos.

Pues con esta máxima, ahora los vemos peregrinar de programa en programa televisivo. No importa la credibilidad que ofrezca, de qué trate. Nada de eso. Tiene mucha audiencia, pues allá que van.

Hay qué cantar, se canta. Hay qué bailar, se baila. Hay qué contar un chiste, se cuenta. Hay qué besar a un niño, cuidadín con eso no vaya a ser qué los acusen de pederastas.

El candidato tiene que ser, si es posible, economista o, en su defecto, abogado. Y eso sí, tiene que saber idiomas. Idiomas, más de uno. Ya está bien de tener presidentes haciendo el ridículo por el mundo.

Todo esto lo metemos en la coctelera y ya tenemos el perfecto candidato.

Vendrá enlatado, pero como está tan bien presentado, enseguida lo empezarán a “comprar”, los de casa y los de afuera. 

Es tan guapo y salado. ¡Y qué listo!

Un momento, un momento. ¿Sabemos lo que piensa? Además de frases-anuncio ¿qué más dice? 

Miren los zapatos. Le relucen como un sol. El pantalón le marca un culito de lo más salado y la camisa, blanca, arremangada le queda…¡Ayyy que hombres!

Dentro de poco, alguno anunciará calzoncillos. Ya hubo quien se presentó en pelota, verdad Albert Rivera.

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