3 mar 2015

Julio Llamazares y su mirada al agua


Distintas formas de mirar el agua,  el último libro de Julio Llamazares, me resulta muy cercano. Tal vez  el que mi familia sea leonesa hace que lo vea con especial cariño.

El carácter austero, seco, de Domingo no es un lugar común, es una realidad. Los que no han vivido entre los leoneses no lo entenderán en toda su dimensión.

Tierra y hombres se confunden. El tórrido sol veraniego cuartea la tierra y la cara de las personas. El crudo invierno penetra en los huesos y, en las primeras horas de la mañana, hasta el más plantado tiembla. Un poco de orujo y un trozo de tocino del día antes, ayuda.

A quien no le gusten los libros con sentimiento que no se acerque a este. No pierda el tiempo.

No es la primera vez que Julio Llamazares habla del desarraigo de las gentes, y de él mismo, al ver como el embalse del Porma anegaba sus pueblos – su Vegamián -. Domingo, el patriarca de las voces que se alzan en el libro, es un todo con ese pantano. Ambos son el nexo que provocan sentimientos muy similares en todos ellos, aunque con los matices que aportan las diversas edades, lugares de residencia o nacimiento. Las voces, interiores, son tiernas, comprensivas. La única voz discordante, la de Jesús, tampoco chirría – la acepto sin estridencias -.

La narración es afable. Ni la situación – entregar las cenizas de Domingo al pantano, a su pueblo anegado – ni la crítica existente hicieron que pasase las hojas con tristeza o con rencor.

Este pantano me queda muy lejos en mi memoria personal, pero en la colectiva sigue presente gracias a Juan Benet.

Otra cosa es el pantano de Riaño – también leonés -. Su construcción formó parte de mi vida. Fue todo un acontecimiento y generó protestas vecinales importantes. Este no fue inaugurado a bombo y platillo como lo hacía el dictador. Gobernaban los socialistas. Policía y militares tuvieron que intervenir para poder desalojar a los moradores de esos parajes.

Familias como la de Domingo fueron expulsadas, exiliadas. Presa abajo, otros duros agricultores se beneficiaron de su tragedia.

Veo a mis tíos, moradores de la ribera del Órbigo, convirtiendo cascajales en tierras de cultivo gracias a las lágrimas de todos los Domingos y Virginias. El dolor de unos convertido en dura alegría de otros.

Quienes no trabajamos la tierra nos cuesta aceptar el apego que le tienen quienes han vivido de ella toda la vida. Las tierras de León son duras, lo han sido mucho más, y es más que una querencia económica, es su vida. Horas, años de sudor - para pocos beneficios -  generan un amor especial por esos pequeños trozos de tierra.

Domingo me ha recordado a mi abuelo Víctor. Lo veo rememorando cada una de sus escasas fincas. Sus piernas eran un lastre que le impedían acercarse a ellas, pero en su memoria estaban presentes. Eran su orgullo de hombre duro, conmigo, su nieto, siempre cariñoso.

Tal vez se pueda resumir el libro en una frase: “Al final va a ser verdad que todo se reduce a unas imágenes, a unos paisajes que nos marcaron, a unas personas que nos acompañarán por siempre incluso cuando ya no estemos en este mundo para recordarlas”.

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