24 abr 2018

Una República luminosa con muchas sombras


Estos niños no te enternecerán. No admitirán una caricia. Robarán. Matarán. Son niños. No los entenderás. Te asustarán. No los querrás. Son niños. Morirán. Treinta y dos morirán.

Desde el inicio sabremos el final de República luminosa, la novela de Andrés Barba. No importa, tras 192 páginas nos quedarán muchas dudas y no sé sí temores.

República luminosa ha sido la ganadora del XXXV Premio Herralde de Novela. Los hechos transcurren en San Cristóbal, ciudad tropical sudamericana bañada por el río Eré.

Un momento, aclaración: no tengo ni idea si existe el río Eré. San Google acude en mi ayuda. Busco y sorpresa: “Esta página presenta los datos de nombres geográficos para Río Eré en Perú, suministrada por la inteligencia militar de EE.UU. en formato electrónico…”. Ni un comentario más, no vaya a ser… ¡Te estamos viendo! ¡Sabemos lo que haces!

Me resulta difícil no enmarcar la novela dentro del realismo mágico. ¿Era esa la intención de Barba? Ni idea. Parecer lo parece.

La novela está plagada de frases que podríamos aplicarnos, aquí, ahora, no en un San Cristóbal imaginario. Desde luego es una manipulación descarada por mí parte, pero vean y después me dirán:
“…sería inútil convencerlos de que no se trata tanto de que aprecien la libertad como de que no crean tan ingenuamente en la justicia”. Vaya.

Sigo: “La palabra “robo”, la palabra “ladrón”, la palabra “asesinato”. Estamos rodeados de palabras que hemos pronunciado hasta ahora en susurros. Nombrar es otorgar un destino, escuchas es obedecer”. Vaya, vaya.

Más todavía, y continúo sacando de contexto: “…exponer primero una situación ya desbocada, ofrecer para ella una solución inalcanzable y acusar como responsable de todo al adversario político”. Vaya ¿les suena?

Aún hay más: “Habíamos aprendido a hacer cosas con la mano derecha sin que lo supiera la mano izquierda, y al hacerlo no solo nos habíamos dado cuenta de que no nos resultaba tan difícil, sino de algo aún mas terrible: que no nos sentíamos tan mal al fin y al cabo”. Vaya ¿a quién se lo podemos aplicar?

Perdónenme pero aquí va otra: “Y, al fin y al cabo, ¿es que acaso podemos fiarnos tanto de lo que vemos –cómo suele decirse tan pomposamente- con nuestros propios ojos? Vale, pues va ser que no.

Reitero mis excusas por el atropello, pero no me digan que no nos vienen al pelo.

La narración me atrapó. El misterio de la muerte de los 32 niños se va desvelando poco a poco. La historia nos la cuenta, veinte años después, uno de los protagonistas. Las incógnitas iniciales se mantienen hasta el final. Realmente sólo nos desvela cómo murieron los niños, el resto de los interrogantes quedan sin resolver, y son muchos.

Son niños y, sin embargo, desconciertan a los adultos: “Algunos testigos aseguran que eran un poco mayores, de unos doce o trece años, otros que no jugaban, sino que discutían, y todas las apreciaciones acaban haciendo referencia antes o después, con perplejidad, a un mismo punto: la ausencia de un jefe…”

Los niños esos grandes desconocidos hasta para los padres: “El cuerpo emana sus sentimientos, solo hay que estar lo bastante cerca para percibirlos, pero no siempre es fácil saber a qué se deben los cambios de humor de los niños: una mirada que se produjo el viernes –convenientemente cocinada en una imaginación infantil- puede producir una crisis una semana más tarde. Los silencios prolongados, las faltas de apetito, el retraimiento ante costumbres que habían producido alegría…. pueden responder a algo perfectamente banal o a cosas muy serias, y esa ambivalencia suele generar en todos los padres un estado de alerta constante que no se entiende cuando se tiene un hijo”.

El río y la selva están muy presentes. El primero, tal vez, como una barrera física pero también psicológica. La segunda, tal vez, es ese lugar de nuestros propios pensamientos que nos da miedo.

Niños y muerte. Terrible y en manos de Andrés Barba no deja de serlo pero se aleja de cualquier atisbo de truculencia. Sí produce desasosiego, inquietud, ansia por llegar al final para descubrir la verdad, una verdad que se nos esconde. Tal vez –muchos tal vez- tengamos que descubrirla cada uno en nuestro interior.

Se lo recomiendo. Me gustó. La historia les enganchará y les hará pensar. Oiga, también es una novela entretenida, ese término maldito para referirse a un libro y por el cual pido también perdón. Aunque bien pensado eso de leer con dolor no tiene que ser muy agradable. Sufrimiento y lectura no son sinónimos. Los buenos libros son también entretenidos, menos el Ulises de Joyce y algunos más. Hereje, que soy un hereje.

En su biblioteca pública o librería preferida lo encontrarán.

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