La lectura del libro Jerusalén, santa y
cautiva : Desde el corazón de la Ciudad Vieja a la eternidad, de Mikel
Ayestaran, y la guerra en Gaza me han traído a la memoria la visita que
realizamos a Jerusalén. No fue un viaje religioso, la curiosidad social y cultural nos llevó allí. Fue hace unos años.
En primer lugar estuvimos en Ammán
(Jordania). Allí visitamos la Ciudadela, recorrimos un poco la ciudad.
Visitamos las ruinas romanas de Jerash, una auténtica maravilla, y no faltó la
visita a Petra. Espectacular. Camino a Israel hicimos la parada en el mar
Muerto, situado entre Israel, la parte cisjordana de Palestina y Jordania. La
concentración de sal es tan elevada en ese lago que es imposible hundirse. Muy
cerca está la frontera con Israel.
Antes de llegar al paso fronterizo no hay
nada, al menos no lo había. No llamaba la atención. El interior lo recuerdo
desangelado. Pasaporte en mano nos dispusimos a pasar por un detector de
metales y las maletas pasaron por un escáner, igual que en los aeropuertos. La
persona que nos recogió el pasaporte echó su tiempo y nos preguntó el motivo de
la visita. Turismo. Pensamos que ya estábamos listos. Ilusos. Aún nos quedaban
otros tres o cuatro cabinas y más detectores y escáneres. Al fin, tras un buen
rato, pasamos. ¡Ya pisábamos Israel! Habría más sorpresas. Nos subimos unos
pocos turistas a un autocar camino de Jerusalén. Antes de llegar nos pararon y
subieron al autobús tres jóvenes, vestidos de paisano, con metralletas. Nos
pidieron los pasaportes. Como no éramos muchos pronto nos dejaron continuar el
trayecto.
Nos alojamos en un hotel un poco alejado del
centro con muchas habitaciones y un bufet enorme. En ese hotel se alojaban muchos judíos
ortodoxos y, claro, no podía faltar la comida kosher – alimentos
preparados siguiendo las leyes judías -. Durante el shabat – lo celebran
cada semana, comienza el viernes por la
tarde y acaba al anochecer del sábado – los judíos ortodoxos siguen con
la tradición de no realizar ningún tipo de trabajo, ni siquiera utilizan
máquinas de ningún tipo. Aunque esto no es del todo cierto. En el hotel había
un ascensor que durante el shabat iba parando en todas las plantas sin
necesidad de tocar ningún botón. Son muy estrictos con ese tema. Vaya que sí.
Íbamos caminando por una calle y un rincón me pareció curioso para fotografiar,
era viernes por la tarde, no había nadie, según estoy haciendo la foto apareció
una señora que comenzó a gritarme no pictures, no pictures. Vaya que si
dejé de hacerlas. Cualquier día de la semana los ortodoxos no tienen problemas
en que los fotografíes, en shabat te
arriesgas a tener un problema muy serio.
Cogíamos un taxi para acercarnos a la Ciudad
Vieja. Con el fin de tener un punto de referencia nos dejaba en la puerta de
Jaffa y desde allí nos movíamos.
Visitamos la Tumba del Rey David, hoy
sinagoga pero abierta a todo el mundo, bueno, no sé si los musulmanes serían
bien recibidos. Un montón de ultraortodoxos rezando apiñados. Sin problema para
fotografiarles, no era shabat. Un chico joven que acompañaba a un señor
muy mayor en silla de ruedas me pidió que les hiciera una fotografía.
Siguiendo a un judío ortodoxo casi seguro que
te das con el Muro de las Lamentaciones. Allí se vislumbra lo que es Israel,
religión y armas. Lugar sagrado entre los sagrados para los judíos. Frente a
ese muro rezan, piden perdón o favores. Hay quienes dejan en las grietas del
muro papelitos a saber con qué deseos o peticiones.
La entrada a la explanada al Muro de
las Lamentaciones, o Kotel, está vigilada, súper vigilada. Cuando nosotros entrábamos salían unos
militares vestidos de negro, con un montón de armas y grandes como armarios.
Metían miedo. Tras atravesar los arcos de seguridad nos paramos y contemplamos
el Muro, los fieles rezando ante él, los más entusiastas, los ultraortodoxos,
doblan constantemente adelante y arriba su espalda mientras rezan. Todo aquel
que se acerque al muro tiene que llevar puesta la kipá, ya saben ese
casquete que se ponen en la coronilla, incluidos los turistas. Por cierto, en
la explanada hay una pequeña valla separadora, para un lado los hombres para el
otro las mujeres. Me acerqué al Muro con cierta expectativa de no sé qué. No
sentí nada. Miré a un lado y a otro y vi el fervor con que rezaban los demás.
Me sentí un intruso, eso sí, respetuoso con las creencias ajenas. Y esto tiene
muchas matizaciones.
Según se mira al Muro de frente, a la
izquierda, hay una sinagoga repleta en aquel momento, imagino que siempre
estará así, de judíos ultraortodoxos rezando y leyendo, tal vez la Torá.
Fotografías sin problema alguno.
Desde la explanada se puede ver al otro lado
del Muro la Cúpula de la Roca, mezquita que destaca por su cúpula dorada. Desde
el lado judío hay una rampa cubierta que lleva a la parte superior del Muro. No
sabíamos su finalidad. Preguntamos y nos dijeron que era para que los soldados
israelíes pudieran sofocar los disturbios que se pudieran producir al otro
lado, en la Explanada de las Mezquitas.
Otro detalle, y no insignificante, es que en
la explanada del Muro hay un montón de grifos de agua, gratuita, con una
particularidad, sale fría, ¡muy fría! Un signo del poderío israelí.
Volviendo al
shabat, - voy escribiendo según me llegan los recuerdos – los
ultraortodoxos se engalanan y las familias van todas juntas a las sinagogas.
Ellos, los casados, con esos gorros de piel muy llamativos, los shtreimel.
Cuestan una pasta, entre 900 y 5000 euros. Las mujeres llevan una vestimenta
anodina y algunas, las casadas, el sheitel, una peluca. Hay rabinos que
consideran que el pelo de la mujer es parte de su belleza y que por lo tanto
tiene que estar reservado para disfrute del marido.
Está claro que en todas las religiones los
más ultras reducen a la mujer a un ser servil procreador.
Por las calles de la ciudad nos encontrábamos
cada dos por tres con grupos de jóvenes militares, mujeres y hombres, que
estaban realizando el servicio militar. Todos armados, por supuesto. Los
hombres cumplen un período de 34 meses y las mujeres 24. No son los únicos
armados. Hay otros cuerpos que no tengo ni idea de quienes son, o eran.
Fuimos testigos de como militares, o
policías, retenían a jóvenes palestinos y les pedían sus papeles. La tensión se
mascaba. La dureza de los gestos lo decía todo. Los turistas hacíamos como que
no veíamos lo que estaba pasando. Casi, solo casi, llegamos a ver como normal
la cantidad de armas que se ven por las calles. Para nada, impresiona un
montón.
Asistimos a una escena que no olvidaré.
Comíamos en una terraza de un kebab y vimos como un grupo de niños
pequeños iban escoltados por tres o cuatro hombres armados con pistolas. Unos
pasos más atrás otro niño caminaba de la mano de un adulto que llevaba una
pistola a la cintura. No se pueden normalizar estas situaciones. Eso no es
vida. La idea de que alguien dañe a un niño no me entra en la cabeza.
Unos días antes de llegar nosotros se había
producido un atentando en el que murió un joven estadounidense y la tensión era
más intensa. Visto lo visto eso debe ser lo «normal». Debido a ello nos
recomendaron no ir a la Explanada de las Mezquitas pues temían alborotos. Hay
controles para entrar en esa zona. Nos lo pusieron tan feo que nos quedamos con
las ganas.
La visita a los lugares más sagrados entre los sagrados del cristianismo sobrepasaron nuestras expectativas. El sancta sanctorum es, sin duda, la Iglesia del Santo Sepulcro. Iglesia recargada en ornamentos en la que abundan los cirios ortodoxos. La iglesia está compartimentada físicamente, tal cual, entre cristianos griegos, armenios, etíopes, sirios, coptos y los franciscanos, cada grupo religioso tiene su pedazo. Como la desconfianza debe ser mucha entre ellos, lo es, vaya que sí, ninguno tiene las llaves de la puerta de acceso a la iglesia, está en manos de una familia musulmana desde la época de Saladino. Baste un ejemplo de la inquina entre los cristianos. Cuentan que la escalera de madera que se ve en una de las ventanas de la fachada lleva ahí desde 1852 ya que nadie se atreve a retirarla por miedo a las represalias. Será verdad o mentira, pero allí está.
La iglesia estaba hasta arriba de creyentes y
turistas. Los gestos, fingidos o no, de devoción son muy teatrales. Hay un
trozo de columna que según cuentan es en la que Jesús estuvo atado mientras lo
flagelaban, entre los ortodoxos creo que era, se dice que si pegas la oreja a
la columna, y lo haces con devoción, por supuesto, puedes escuchar los
latigazos a Jesús. Vimos orejas pegadas al pedazo de piedra. Otros se metían
debajo de un altar, no recuerdo el motivo. Lo más sorprendente para nosotros
fue el «espectáculo» que vimos ante la llamada «Piedra de la unción». En esa
piedra, dicen, que tras bajar a Jesús de la cruz le limpiaron y le ungieron de
aceite. Que nadie se ofenda, pero no sé como definir si no al restregar ropa
por esa Piedra, las manos y la cara de los «creyentes», botellas de todo tipo,
incluso móviles. En fin.
En esta iglesia se encuentra también un
edículo en forma de cubo en el que se encuentra el sepulcro de Jesús. Recuerden
que a los tres días resucitó, eso cuentan los cristianos. Se puede entrar por
una pequeña puerta pero las colas son muy largas. La iglesia está poco
iluminada, pero ese mausoleo recibe de un óculo en el techo un rayo de luz muy
oportuno creando un efecto muy «celestial».
Visitamos más iglesias, faltaría más, pero en
una me echaron una bronca de cuidado. Fue en la Iglesia del Sepulcro de María.
La iglesia es greco-ortodoxa y apostólico armenia, eso sí, permiten el rezo a
ortodoxos coptos, a sirios y etíopes ortodoxos. Para entrar hay que descender
unos cuantos peldaños y lo primero que llama la atención es lo sobrecargada que
está. Cámara fotográfica en ristre al momento de entrar empieza alguien a
chillar, cada vez más cerca y más fuerte, todo el mundo me mira. Venía hacia mi
el que me pareció un pope joven diciéndome algo a grito pelado que no entendí,
pero que claramente me indicaba la puerta. Joder, me dio miedo y pensé que me
iba a soltar dos hostias. ¡Vaya que si salí! ¿Cual fue el problema? Al parecer
mi pantalón era demasiado corto. Siempre soy respetuoso en los lugares de culto
de cualquier religión, es cierto que llevaba un pantalón corto pero que me
quedaba por debajo de la rodilla, no fue suficiente. En el resto de las visitas
que nos quedaban me tape mis pantorillas con un pañuelo femenino que me quedaba
muy coqueto.
En Jerusalén ay que ir hasta el Monte de los
Olivos. En esa zona hay varias iglesias; desde la cima del monte hay unas
vistas magnífica de la ciudad y hay un cementerio judío.
Paseando por las zona vieja te topas sí o sí
con la Vía Dolorosa. Las catorce estaciones están marcadas en las paredes de la
ruta. La afluencia de turistas, muchos asiáticos, impedía casi el caminar ya
que además el trayecto está repleto de pequeñas tiendas de recuerdos de todo
tipo. Había grupos que iban parando en cada estación y rezando en cada una de
ellas. Casi todos portaban una cruz de mayor o menor tamaño. Había varios
grupos de lo que pensamos que eran coreanos. Perdón por no tenerlo claro.
No faltó la visita, organizada, a Belén. Son
unos diez kilómetros de distancia, unos veinte minutos de autocar. Antes de
llegar vimos el muro de separación, que muchos denominan Muro de la Vergüenza.
El guía nos avisó de que no hiciéramos fotos ya que los israelíes tienen un
sistema de detección y que en su caso detendrían el autobús y revisarían las
cámaras borrando las fotos. La verdad es que nos sorprendimos y no hicimos ni
una foto. ¿Será verdad o no? Ni idea.
Lo poco que vimos de Belén tiene poco que ver
con lo que hay al otro lado del muro. Nos dirigimos a la Iglesia de la
Natividad construida sobre el «Portal de Belén». La basílica está administrada
por los ortodoxos, católicos y armenios y la custodia depende de la orden
franciscana. La basílica no me gustó. Para acceder al «portal» hay que hacer
cola. En uno de lo lados de acceso había un pope que ante la generosidad de los
«creyentes» les colaba. Los «dadivosos» eran rusos. La «cueva» es un pequeño
agujero en la roca donde hoy no cabe una persona. La gente se arrodillaba y
restregaba, que manía, por él. La sala donde se encuentra el «agujero» - es una
mera descripción física - es una
horterada. Comprendo que a los creyentes les atraiga, a nosotros ni fu ni fa.
Fue poco tiempo en Jerusalén pero intenso e
interesante. Conviven en un mismo espacio tres religiones que no se soportan,
que andan a la gresca continuamente. No se miran a la cara. Van por las
callejuelas judíos y musulmanes, uno frente al otro, parece que van a chocar y
en el último segundo, sin mirarse, se esquivan. Los cristianos por su parte
están divididos y parece que lo único que les interesa es quien obtiene mayor
beneficio económico.
No dudo de las creencias de muchos
visitantes, cada uno con las suyas, sin embargo no vimos buena voluntad en
ninguno de los grupos que allí conviven.
Jerusalén es una ciudad intensa, plagada de
intransigentes religiosos que la convierten en un polvorín, custodiada por un
ingente número de soldados y cuerpos policiales. Sobran armas y falta empatía y
humanidad.
Las cosas están tan complicadas hoy en Israel
que visitar la ciudad no es muy recomendable. La guerra, hasta ahora más o
menos encubierta entre israelíes y palestinos, es una realidad mortífera y
desigual. Unos y otros dicen tener sus razones, pero mientras niños, personas
de todas las edades, sobre todo palestinos, mueren día a día sin la protección
de ningún dios.
Jerusalén no nos defraudo en el sentido de que
pudimos comprobar por nosotros mismos una pequeña parte de su realidad. Sigo
sin entender que esos dioses que dicen ser todo bondad permitan que las mujeres
y hombres se maten en sus nombres.
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