Hubo un tiempo en que el término democracia
tenía un gran significado para los españoles. Era un deseo, una aspiración. Fue
tal la ilusión que generó su advenimiento que pronto desilusionó. La democracia
no soluciona los problemas de una sociedad, es una herramienta que se da para
avanzar y que está en permanente construcción. Esta circunstancia parece no
tenerse en cuenta y de ahí los desafectos.
Aquello de que «España es diferente» si no es
cierto lo parece. Llegamos tarde a todos los procesos históricos y los que
generamos en casa no suelen dar buen resultado. La Transición no fue lo
modélica que algunos la quieren pintar, pero tampoco se podía hacer mucho más
en aquellos años. Otra cosa bien distinta es que pasados los años aún siguen
vigentes modos y maneras del franquismo.
La extrema derecha se hizo con el discurso en
las redes sociales y de ahí al Congreso de los Diputados no les costó mucho.
Recuerdo cuando algunos políticos se vanagloriaban de que la extrema derecha no
había llegado a las instituciones en España. Estaba claro que iba a ser así.
Hasta para lo malo llegamos tarde. Desde ese momento la vida política, y por lo
tanto la social, se enrareció hasta niveles nunca alcanzados. Aquello del
«váyase señor González» es una broma con lo que sucede hoy.
No soy capaz a asimilar lo que está pasando.
Los niveles de crispación son tan elevados que cualquier atisbo de defensa de
medidas democráticas queda reducido a la nada y suelen ir cargadas de críticas
feroces con apelativos como rojo, bolivariano, comunista o dictador. Las redes
sociales están plagadas de duros enfrentamientos en los que la educación no
existe. Menos guapo se llaman de todo. Esas broncas digitales han pasado a la
vida real y no es extraño ver enfrentamientos dialécticos subidos de tono en
los bares, nuestros centros sociales por antonomasia. En muchas familias se ha
llegado al acuerdo de no tratar temas políticos con el fin de no romper lazos.
Pero si las actitudes y comportamientos ciudadanos dejan mucho que desear lo de
los políticos no tiene nombre.
La denominada clase política ha pasado de
argumentar a enfrentar. No hay debates, hay intercambios de insultos, ataques
personales o simplemente monólogos con el fin de construir un relato,
normalmente plagado de incorrecciones, bulos o mentiras. Con esas tensiones nos
acercamos los ciudadanos a los medios de comunicación. Recordamos las broncas
pero no las acciones o inacciones del gobierno, bueno, de estas nos acordamos,
al menos de las que nos interesan de forma individualizada.
La derecha y su extremo, apenas
indiferenciables hoy, han copiado las estrategias que han dado buenos
resultados a sus homólogos mundiales. Esas derechas radicales están hoy en eso
que han denominado iliberalismo.
El espectáculo que nos ofrecen nuestros
cargos públicos es bochornoso. Lo único que logran es la desafección
ciudadana. Hay marrulleros a los que los
han puesto de nuevo en primera línea para que sus mamporros sean más visibles.
No es que tengan una lengua sibilina, es viperina. Las huestes les aplauden con
fervor cuasi religioso. Algunos eclesiásticos se suman a la fiesta y no faltan
jueces, fiscales, abogados, militares, policías, falsos sindicalistas,
empresarios. ¿Y? ¿No estamos en una democracia? Sí, pero…
Una sociedad hiperinformada como la nuestra
carece de capacidad crítica y reflexiva. No lo podemos negar. Si no fuera así
no podríamos votar a determinados partidos por los integrantes que llevan en
sus listas electorales. Somos dados a exigir responsabilidades penales y
pecuniarias, pero no políticas. Curioso.
La escasa comprensión lectora que aqueja a
nuestra sociedad - no lo digo yo, lo dice el informe PISA y lo constaté durante
mi vida laboral como bibliotecario – contribuye de forma notable al
encabronamiento social. Véanse las redes sociales.
Otro factor coadyuvante es el individualismo.
La derecha no cree en la igualdad social, que no significa otra cosa que
igualdad real de oportunidades, y defienden que todos tenemos las mismas
oportunidades económicas en un sistema liberal sin ningún control. Una sociedad
que no tiene sentido colectivo solidario es presa fácil en manos de grandes
manipuladores como se está demostrando.
No nos equivoquemos, nuestra democracia es
imperfecta, todas lo son, pero más allá hay un territorio gélido e inhóspito
del que es muy difícil salir. A este país le costó cuarenta años de muertes,
miedos, pobreza, desigualdades y, sin embargo, hay quienes, en su
desconocimiento de la historia o su perversión ética, añoran aquellos lúgubres
tiempos.
Pensemos lo que pensemos ante todo seamos
demócratas.
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